jueves, 14 de enero de 2010

COMO LAS OLAS

Intentaba distraerme para no seguir pensando en lo mismo de siempre. El trabajo, el futuro, la soledad, las posibles equivocaciones en las decisiones tomadas. ¡Qué sé yo! ¿Por qué damos tantas vueltas a las cosas? Un día oí decir a mi jefe de entonces, nada aconsejable por otro lado en lo concerniente a filosofía de vida porque si hay alguien que encarne el barriguismo más mezquino ese es él, sin embargo aquél día le oí decir algo que, creo, estaba cargado de razón. Alguien se lamentó de lo mal que iban las ventas y de la cantidad de problemas que producían las cada vez mayores dificultades para llegar a las cifras establecidas y dijo que nos imagináramos si encima estuviéramos en guerra. Mi jefe, sin siquiera molestarse en mirarle a la cara, le contestó, Si estuviéramos en guerra no tendríamos todos estos problemas, no nos preocuparía otra cosa más que sobrevivir. Es cierto, aquél día tuvo razón, claro que se lo pusieron a huevo con las tristes comparaciones entre un grupo de trabajadores histéricos y egocentristas preocupados por la reducción de sus comisiones y una sociedad envuelta en una guerra cruel que dejó a un supuesto país dividido en muchos pequeños países dispuestos a seguir odiándose entre sí más allá de la contienda. Acababa de estallar la guerra en Sarajevo, aquella ciudad tan bonita que solo conocíamos por los juegos olímpicos de invierno. Hay que ser memo para comparar una cosa con otra. Pero así son mis compañeros de trabajo, pelotas, egoístas y cabezas huecas. Es posible que no sea justa al juzgarles, además, también estoy yo en el mismo barco, como suele decir el director general cada vez que los del comité de trabajadores le planteamos una reivindicación. Harta de la frasecita le espeté un día con cierta rabia contenida, Sí, es cierto que vamos todos en el mismo barco, pero unos van en primera clase y otros hacinados en la bodega. No le hizo mucha gracia, no. De hecho, no le solían hacer gracia mis comentarios en general, como otra vez que denuncié que las intenciones de la empresa eran lograr las máximas ganancias de forma inmediata sin preocuparse de qué pasaría en el futuro porque la dirección central estaba formada por un grupo de vejestorios que para cuando la empresa se estrellara ya estarían ellos a cubierto con un retiro de oro, que si la empresa no iba bien, en lugar de despedir a los trabajadores que son los únicos que producen, debían despedir a la dirección que son los responsables del fracaso. Me contestó muy molesto, yo diría que con mucha ira, ¡No consiento que nadie ponga en duda mi capacidad profesional ni mi ética en la ejecución de mis funciones! No se altere usted, le contesté con sorna, yo hablaba de la dirección central y, que yo sepa, usted no es más que el director de una sucursal, o sea, un mandao. Mejor pagado, eso sí, pero un pringao como nosotros, ¿me equivoco? Entonces intervino de urgencia el director de recursos humanos, muy ducho en apagar fuegos, Por favor, por favor, volvamos a la negociación y dejémonos de acusaciones y trifulcas. ¡Trifulcas, ja,ja,ja,ja,ja…! Conociéndolo, qué poca gracia le debió hacer a nuestro director que mentaran la defensa que acababa de hacer de su dignidad profesional como una trifulca.

No tengo remedio, llevo media hora metida en este maldito autobús, atascados como estamos en la Diagonal de las seis de la tarde. Intento dejar de pensar en cosas desagradables, como me enseñaron en las clases de meditación en La Casa del Tíbet, y no dejo de recordar mi estúpida vida laboral. Si no lloviera bajaría en la siguiente parada y seguiría andando, pero caen chuzos de punta y hace un frío de mil demonios, así que… Cuántas veces he soñado con que me llegara una carta que dijera: “Lamentamos comunicarle que ha muerto su tía Fulanita de Tal. Siendo usted su pariente más próximo, acaba de heredar toda su fortuna, una casita blanca con puertas y ventanas azules en la playa y una pensión vitalicia que no la hará rica pero le permitirá vivir sin trabajar.” ¡Ah, qué maravilla! La primera semana me la pasaría durmiendo. No me molestaría ni en volver al trabajo a recoger mis cosas. Que se queden con todo. Cuando enviaran a alguien a casa para saber porqué no iba al trabajo, lo vería por la mirilla y no abriría la puerta. Cuando me llamaran por teléfono, como ahora tenemos el chivato tan de agradecer que te permite decidir si te interesa contestar o no… Para cuando decidieran enviar a la policía ya me habría mudado a la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa y cuando me localizaran allí los mossos, les diría compartiendo una dulce y fresca limonada, ¿creéis que puedo volver a aquella inmundicia teniendo aquí este trocito de cielo? Ellos se encogerían de hombros, qué les importa si me quedo o vuelvo?, me agradecerían la amabilidad por la hospitalidad con que les había recibido y volverían al mundanal ruido a pasar el parte, “La desaparecida ha sido encontrada en una casita blanca con puertas y ventanas azules en la playa, de su propiedad, que heredó de su tía la Señora Fulanita de Tal. Renuncia a toda relación con la empresa X y con todo su mundo anterior, incluidos los ex y el de ahora con quien, al parecer, mantiene una relación estable aunque no muy amorosa. Dado que no se ha podido probar que haya cometido ningún delito, se mantiene el anonimato de su paradero como ha demandado la interesada. A la empresa X se le hace llegar el mensaje de que no quiere ni un duro de lo que le deben, que se lo metan por donde les quepa y a su pareja actual decirle que no trate de encontrarla porque aunque logre encontrar su cuerpo ya nunca podrá alcanzar su alma que vuela con las gaviotas muy alto todos los atardeceres de verano y duerme refugiada en los acantilados contemplando la luna y las estrellas para volver a alzar el vuelo a la salida del sol. Su alma, claro, ella duerme en la cama tan ricamente. Una cama a la que ha cambiado el colchón de lana por otro de látex, que dice la interesada que el romanticismo no está reñido con el confort. Habiendo constatado pues que la desaparecida hallada en la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa es mayor de edad, está en su sano juicio y no ha hecho daño a nadie ni representa un peligro social (cosa que no importaría demasiado porque la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa queda, afortunadamente según opinión de la interesada, muy alejada de la sociedad), se cierra y sella este atestado haciendo constar que nadie, fíjense bien, NADIE tiene o tendrá derecho alguno a buscar, localizar y molestar a la desaparecida hallada en la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa.” Una vez aclaradas las cosas, me instalaría delicadamente y con decisión sobre mi nueva vida como la mamá ave si aposenta sobre sus huevos para darles calor y hacer brotar la vida de ellos. Mis frutos no serían pollitos sino cuentos de azul celeste con guirnaldas color salmón. Letras para canciones que viajaran por todo el mundo expresando lo que siento y cuánto desearía amar y ser amada si el amor fuese verdad. Escribiría mis cuentos sobre la arena y también en una libreta porque todo lo que hay en la arena se lo lleva el agua cuando sube la marea. Antes de retirarme a mis sueños, compraría un montón de libretas de esas que tienen rayas, odio las que tienen cuadritos, y un montón de tinta para mis plumas. Escribiría a mano. Porque sí. Porque es mucho más sensual, más hermoso. Te da más tiempo a pensar. Te permite escribir a un ritmo tranquilo y relajado. Bueno, no siempre. Hay que reconocer que a veces una se embala y se rompen las puntas de las plumas. En esos casos es mejor escribir con el portátil. Por si acaso, me lo llevaré conmigo. Todo lo demás lo dejo en casa. Hasta los libros. Esos libros que me han acompañado desde hace años y que no quiero volver a leer porque quiero reinventar mi vida, o lo que me quede de ella. Llueve a cántaros. El cristal de la ventana se ha empañado y no veo nada del exterior. Este pequeño matiz de la realidad del más estricto presente me hacen volver. ¡Dios, qué rabia! Llego tarde a la cita y ni siquiera estaba segura de querer asistir a la reunión. Siempre me pasa lo mismo, sufro de un sentido enfermizo de la responsabilidad. Mi abuela siempre decía, Esta niña tiene tendencia a meterse en camisas de once varas. Qué razón tenía la pobre. No he sido capaz de negarme o de llamar con cualquier excusa para librarme de la reunión de marras y ahora estoy aquí, prisionera del tiempo en un autobús atestado de gente y totalmente agobiada porque odio llegar tarde a cualquier sitio. Limpio el cristal de la ventana con el dorso de la mano y mis ojos se cruzan con sus ojos. Nuestras miradas se congelan durante unos instantes que no sabría decir si fueron pocos o muchos. El ve que le miro y no aparta la mirada. Yo veo que me mira y soy incapaz de mirar hacia otro lado. La Diagonal es un caos de cláxones furiosos, motores encabritados, ceños fruncidos, bocas arrojando improperios. Los pasajeros del autobús muestran desasosiego, se discuten, se miran con desprecio o desdén unos a otros. Y en medio de aquél infierno mojado, siento una descarga de adrenalina que no sentía desde la adolescencia. Sin apenas darme cuenta empiezo a tararear la canción maravillosa que emociona hasta a las piedras cuando la cantan Serrat y Noa, “Tanto tiempo esperándote, tanto tiempo esperándote…” Le sigo mirando con descaro mientras canto en murmullos, “Fue sin querer, es caprichoso el azar, no te busqué, ni me viniste a buscar. Tú estabas dooooonde no tenías que estar..” Finalmente me sonrió. No sé si porque pretendía decirme algo o porque le hacía gracia verme cantar sin oírme. ¡Qué guaaaaapooooo! Si hubiera sido capaz de aporrear la puerta del autobús hasta lograr que el conductor, harto de mi escándalo, la abriera y me permitiera salir corriendo, ir directamente al coche negro, abrir descaradamente la puerta y entrar diciendo, Ya estoy aquí, mi amor. Sin embargo, lo que ocurrió fue todo lo contrario. Un imbécil de entre los pasajeros le había pedido al conductor que abriera para poder salir porque estaba ya harto del atasco y el conductor, lejos de abrirle para dejar de escucharle, le contestó con cajas destempladas, ¡De aquí no se baja nadie hasta que lleguemos a la parada! El ofendido pasajero empezó a largar por su boca todas las palabrotas que había aprendido a lo largo de su larga vida y yo, tonta del culo, durante el momento que aquél sainete barato llamó mi atención, perdí de vista a mi galán. Me pasé el resto del trayecto hasta la siguiente parada intentando localizarle entre la amalgama de coches que se movía lentamente por la sufrida Diagonal, pero no lo encontré. Aún así bajé porque creí tener la sensación de que se había quedado atrás. Mojándome como una imbécil, había tanta gente en la parada que si procuraba ponerme a cubierto no podría verle pasar, me dispuse a controlar con atención a todos los coches que se acercaban. Cosa nada fácil porque entre ellos y yo había una fila interminable de autobuses. De repente, un coche encabritado invade el carril bus con malos modales y acelera para adelantar a sus congéneres de forma antirreglamentaria. Con el acelerón pisa fieramente un charco que se ha formado en el trozo de la calzada que tengo justo a mi lado. ¡Es él, viene a por mí! De la ilusión infantil paso a la frustración y al enfado. En efecto, es él. Y en efecto, me pone perdida de abajo a arriba con el agua sucia que escupe con su actitud incívica. Además, ni siquiera me ve. Y si me ha visto todavía peor porque su ultraje es aún más condenable si se ha perpetrado con alevosía. La nocturnidad ya la pone la tarde de otoño que de gris plomo ha pasado a negro antes de que den las siete. Me entran ganas de llorar. Me siento como una niña pequeña a la que le acaban de decir que no se haga ilusiones, que son mentira los Reyes, Papá Noel, el niño Jesús y todas las mandangas con que le han acurrucado desde que nació hasta que a los mayores les pareció que debía empezar a perder la inocencia. La gente va marchando, los coches y autobuses van desapareciendo y la noche se va cerrando. Me quedo sola, tiritando de frío y sin saber qué hacer, si volver a casa o desaparecer. A la reunión lógicamente no hace ya ninguna falta que vaya. Me siento como una auténtica ruina cuando suena el móvil. Al principio no lo cojo y dejo que suene. Poco a poco me puede la curiosidad y miro a ver quién me está llamando. Es él. Es mi marido. Empiezo a echarle de menos. Puede que no sea tan mala mi vida con él. Puede que la parte negativa se deba más a mis fantasías que a la propia realidad. Siempre ha sido bueno conmigo. Y paciente, muy paciente. Vuelve a sonar el teléfono. Insistentemente. Está preocupado por mí, pienso. Finalmente contesto ¿Sí? Hola, ¿qué haces, dónde estás, por qué no contestas al teléfono? Me tienes muy preocupado, han llamado tus compañeros para preguntar porqué no has ido a la reunión. Yo, balbuceo, yo… no sé. No sé qué me ha pasado. Bueno, dice él para facilitarme las cosas, es igual, ya hablaremos, pero dime por favor si estás bien. Dime dónde estás y si quieres que vaya a buscarte. No, le digo, no vengas a buscarme. Me voy a la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa. ¿Qué casita, de qué coño me estás hablando?, dice él con tono de enfado y preocupación, Oye, por el amor de Dios, dime dónde estás y te paso a buscar. En ese momento pasa un taxi y lo paro mientras cierro el móvil. El taxista duda unos instantes porque estoy empapada pero tal desolación debe ofrecer mi aspecto que, moviendo negativamente la cabeza, el hombre para y se dispone a llevarme aunque le deje la tapicería echa un desastre.

En cuanto puse la llave en la cerradura, oí los pasos de él acercándose a la puerta. Hola, dije simplemente. Hola, contestó él esforzándose por no agobiarme con el interrogatorio que delataba su mirada. Se limitó a preguntarme ¿estás bien? Sí, le dije, no te preocupes. Seguramente pillaré un buen constipado pero estoy bien. De hecho estoy mucho mejor que antes. Ya te explicaré. Como quieras, me contestó él intentando apartar la mirada para no seguir delatando su honda preocupación por mi actitud, Hay cena hecha, ¿te la caliento un poco? ¿Tú ya has cenado?, le pregunto. Sí, contesta casi furioso como diciendo vivo mi vida sin ti. Yo le miro intrigada por su actitud. Nunca fue bueno mintiendo y entonces él cambia el semblante y dice, Bueno, no, lo cierto es que no he cenado porque desde que llamaron tus compañeros estaba muy preocupado. Pues prepara la cena para los dos, le digo, y abre una botella de vino bueno. Como mañana estaré enferma y no podré ir a trabajar, voy a darme una buena ducha, cenamos tan a gustito y después nos vamos a la cama y recobramos los viejos tiempos, ¿te parece? El no deja de mirarme, con unos ojos asombrados por mis palabras y mi actitud de gata caliente en el tejado de zinc. Me acerco a él, deposito un suave beso en sus labios y le digo al oído, Tú eres mi casita blanca con puertas y ventanas azules en la playa. Te quiero. Él, como siempre, no sabe qué decir pero me abraza con fuerza y me besa con pasión. No tiene palabras. Nunca las tuvo. Ya las pondré yo las palabras. Eso puedo hacerlo. La solidez que pone él, no. Ahora lo veo más claro que nunca. Él es roca, yo soy agua. Él siempre estará aquí, yo iré y volveré como las olas.



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Soy buena gente. Admiro por encima de todo a las personas capaces de ayudar a los demás y después la inteligencia. Detesto a quienes creen estar por encima de otros o de vuelta de todo. Mantengo viva a la niña que fui porque no hay mayor tristeza que olvidarnos de nosotros mismos. Somos lo que somos, producto de lo que fuimos. Nada más, que no es poco.