viernes, 15 de enero de 2010

EVA EN LA TIERRA (recopilación de cuentos)

Prólogo

Y Dios creó al hombre.


¡Ya está!, se dijo satisfecho, Te he creado a mi imagen y semejanza. Procura no hacer que me avergüence de ti.

El hombre, sin embargo, resultó demasiado débil para estar solo y Dios, misericordioso y harto de oír las quejas de su recién creada criatura, resopló molesto y dijo:

¡Está bien, hombre de Dios! Te arrancaré una costilla para que con el dolor recuerdes siempre que no te traerá nada bueno y crearé a la mujer. Ella te llenará de gozo, siempre que seas capaz de mantenerla bajo tus pies.

Era intención de Dios crear a un ser insípido que sirviera a las necesidades del hombre sin robar su atención. Un ser con los brazos fuertes para el trabajo y las piernas cortas para no irse lejos, que no pensara ni fuera capaz de reír o llorar. Sin embargo, en el momento justo en que la mujer se estaba formando, el demonio, ángel expulsado del cielo por insumiso y voluptuoso, sobrevoló con sus alas escarlata y esparció su sombra negra sobre la creación. La mujer tomó formas que escaparon al control de su escultor y sus curvas hechizaron a Adán, hijo de Dios. El creador enfadado hizo ademán de retenerlo, pero el muchacho, enardecido por la sonrisa tierna y pícara de su nueva compañera, renegó de él y corrió tras la muchacha desnuda de larga cabellera.

Juntos retozaron por los campos, descubriendo los dulces secretos del sexo con infinita alegría e ignorantes de la disputa que por ellos se entabló.

Él será dueño y señor de cuanto he creado, dijo Dios muy severo.

Ella será dueña de su corazón, replicó el demonio burlón.

Él poseerá la fuerza para dominarlo todo, siguió Dios amenazador.

Ella poseerá la picardía para cambiar la situación, volvió a replicar el diablo, que empezaba a enfadarse por la tozudez de su creador.

Ella menstruará con dolor, parirá con dolor y sufrirá por los hijos toda la vida. Además, no permitiré que entre en mi casa si no es cubierta y de rodillas, sentenció el Señor.

El demonio, que hasta entonces se lo había tomado a broma, lanzó una mirada retadora a Dios y, echando humo por la nariz y fuego por los dientes, contestó:

Eres vengativo, padre. No permites que nadie juzgue tu obra o te lleve la contraria. Está bien. Tú tienes el poder sobre el cielo y la tierra y estoy seguro que lo harás caer sobre sus cabezas, pero escúchame bien, por más que el hombre la humille, ella será su madre, la madre de sus hijos y quien despierte su pasión. Y cuando el hombre crezca y alcance el conocimiento, reconocerá en ella a la compañera que lo ayudará a salir de la oscuridad a la que los condenas. Entonces no desearán tu cielo, sino un espacio propio que compartir.

Así sea. Seguiremos esperando.



CUENTO 1



A LAS CINCO DE LA TARDE



Son las cinco de la tarde. El día empieza a declinar. La calle está tranquila, su situación de cuesta pronunciada hace de ese rincón un remanso donde el ritmo frenético de la ciudad se ralentiza. Soledad sube y, aunque la idea de haber roto con su novio de siempre la hace sentirse más ligera que de costumbre, sus piernas cansadas de trajinar de un lado a otro tras el mostrador de la panadería desde las siete de la mañana la obligan a andar con lentitud. Empieza a lloviznar y eso hace que el día resulte desapacible. Soledad no está tranquila, camina y mira en todas direcciones. Está asustada. Pasará el tiempo y todo se olvidará, ya verás, le decían sus compañeras hacía apenas un rato, pero ella sigue temiendo a Tomás. Si me dejas te mato, le había dicho una y otra vez su novio de siempre y ella, por miedo, permitió que se prolongara una relación que en su corazón había muerto desde que alcanzó los veintitrés y con ellos la madurez para darse cuenta de que no podía seguir arruinando su vida.

Los edificios empiezan a oscurecer con la lluvia fina y persistente. Soledad sigue subiendo y observando recelosa a cuantos pasan a su lado. Aprieta contra su pecho el bolso de ante marrón envejecido por el uso cotidiano, no porque tema que le roben, no lleva nada que sienta perder. Se trata de un movimiento instintivo de protección. Los transeúntes que pasan en dirección contraria dirigen sus miradas hacia su rostro, deslumbrados por la luz de sus ojos verdes como las aguas de un lago. En otra situación no hubiera ocurrido porque Soledad, tímida como es, se ha acostumbrado a mirar hacia abajo para no llamar la atención, pero ese día Soledad no está tranquila. Pensar en la proximidad de su casa la reconforta mientras sigue subiendo y la lluvia acrece mojando sus cabellos rubios, dejándolos apelmazados y pegados a su piel. Nunca antes se había dado cuenta de cuánto se aprecia la casa de uno, donde las personas te conocen bien, saben de tus debilidades y te aceptan porque eres tú. No se asombran ante tus ojos grandes y verdes como las aguas de un lago. Todo lo más algún comentario del padre cuando eras pequeña, Hay que ver los ojos que tiene esta niña, son como los de la abuela Concha.

Con esos pensamientos va Soledad alcanzando su destino poco a poco. Antes de doblar a la derecha, gira la cabeza para echar una ojeada al recorrido de cuesta andado, como el alpinista que observa con satisfacción el paisaje en el que solo él puede apreciar el esfuerzo realizado para alcanzar la cima. Al volver y mirar al frente, Soledad nota un empujón violento y un golpe fuerte en el estómago, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo. En su mente se alborotan los pensamientos de tal forma que le resulta imposible discernir qué está ocurriendo. Frente a ella un rostro que la acompañó siempre. Se conocen de toda la vida. Crecieron sabiéndose el uno para el otro. De pequeños él la protegió de todos. Nadie se atrevía a meterse con la chica de Tomás. Con el tiempo él cambió. Nadie supo qué pasó. Quizás las drogas. Tal vez la imposibilidad de procurarse un empleo fijo que le permitiera dar a su reina cuanto ella merecía. Ella siguió soñando con que él cambiaría. Él se endureció, se tornó violento y solo deseaba mantenerla encerrada en un puño para no perderla. Ella decidió dejarlo y rehacer su vida. Él convirtió su amor en odio y perdió las riendas.

Sin darse cuenta, Soledad deja caer el bolso de ante marrón desgastado por el uso cotidiano, del que se escapan un lápiz de labios y un monedero que contiene apenas doscientas pesetas. El monedero, barato, de plástico imitando piel, se queda inerte bajo la lluvia, manchándose con el barro llevado hasta allí por pies anónimos que bajan cada día desde los límites de la ciudad. El lápiz de labios, debido a su redondez, rueda cuesta abajo perdiéndose en la distancia, acompañando su huida con un tintineo metálico que podría haber sido alegre si esa tarde hubiera hecho sol y Soledad nunca hubiera conocido a Tomás.

Varias personas se acercan cautelosas, con la curiosidad y el miedo pintados en el semblante. Una señora mayor, acostumbrada a dar órdenes a los más jóvenes, no para de gritar, ¡Llamad a la policía, llamad a la policía! Una mujer, joven aún a pesar de su edad aparente, mira a Tomás con llanto negro en los ojos y el cuchillo clavado en el alma. Es difícil entender por qué matan a tu hija, pero no lo es menos comprender por qué mata tu hijo. La mujer, aturdida, se apoya en la pared y se deja caer sin fuerzas para sostener su propia pena. Tomás la mira suplicante, luego baja la cabeza, se hinca de rodillas postrándose ante los restos de su acto brutal, y besa a su novia de siempre en los párpados bajo los que se ocultan los ojos verdes como las aguas de un lago que él no se resignó a perder. Soledad casi no oye ni siente. El vocerío de las gentes le llega amortiguado por el desfallecimiento que se la lleva lentamente. La lluvia arrecia como un llanto fiero que trata de lavar las almas de cuantos se arremolinan alrededor de la tragedia y abocan sobre la víctima sus propias desgracias, reflejadas en la sangre joven que el agua arrastra cuesta abajo. Nadie se percata de su propio cuerpo mojado. Todos los ojos están puestos en los ojos cerrados que no volverán a ser verdes ni a apartar tímidamente la mirada de las miradas de otros. Las voces que antes han sido fuertes y airadas se van silenciando a medida que la realidad se hace más patente. Ante la calma, apenas arropada con murmullos imperceptibles, el grito desgarrado de una mujer que reconoce en la muerta a su niña, devuelve al momento la sonoridad que la lluvia y el desvelo han acallado. Un muchacho muy joven se abalanza sobre Tomás golpeándole con furia, ¡Hijo de puta, la has matado! ¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! Dos policías irrumpen en mitad del drama y cogen al muchacho en volandas. Tomás se siente perdido como un conejo deslumbrado por los focos de un coche en la carretera. Desea morir para no pensar. La madre de Soledad intenta acercarse desesperadamente pero uno de los agentes, ayudado por alguien que observa los acontecimientos abatido ante la imposibilidad de volver al principio, la arrastran asiéndola por la cintura y un brazo. Apenas llega a rozar con la punta de sus dedos los pantalones de color rosa, empapados, de su hija. Entre varias personas, conocidos y voluntarios espontáneos, tratan de ayudar a la mujer alejándola del lugar de los hechos, sin caer en la cuenta de que una madre sólo desea llegar hasta su hija y morir con ella. Las gentes se van multiplicando. Las sirenas de varios coches patrulla, llamados como refuerzo para contener al gentío, se mezclan con las de la ambulancia que acude a recoger el cuerpo, aunque deberán esperar a que lleguen el juez y el médico forense.

Soledad ya no piensa, su cuerpo ha perdido todo vestigio de vida. Patricia, su hermana pequeña, la observa por una rendija que se abre entre las piernas de varios agentes que custodian el cuerpo yerto. Sentada en el bordillo de la acera de enfrente, piensa, Menos mal que está muerta. Con lo tímida que es, se moriría de vergüenza si se viera así tirada en el suelo delante de tanta gente. Algunas personas increpan a Tomás. La policía las hace callar y encierra al muchacho en un coche de cristales oscuros que no permiten ver nada desde fuera. Llega un coche negro. Las autoridades realizan su cometido. Al rato llega otro coche del que bajan dos personas a toda prisa, una lleva una cámara, la otra un micrófono. Han llegado tarde. La ambulancia acaba de cerrar las puertas llevándose a Soledad en su último viaje y a Tomás le llevan los policías hacia su destino, donde acabará de malograr una vida que fue incapaz de sobrellevar.

Los periodistas, molestos por no haber llegado a tiempo, filman el trozo de suelo donde hace apenas unos momentos yacía Soledad. No ha dejado huellas. La sangre se ha ido cuesta abajo, desapareciendo a través de las rejas que atraviesan la calle y dan al alcantarillado urbano. La mujer del micrófono intenta entrevistar a los espectadores más rezagados. Éstos guardan silencio, le dan la espalda y se marchan a sus casas mirándose las puntas de sus zapatos mojados.

Abajo, atrapado en las rejas por donde huyó la sangre de Soledad, ha quedado el lápiz de labios que ya nadie echará de menos.

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Soy buena gente. Admiro por encima de todo a las personas capaces de ayudar a los demás y después la inteligencia. Detesto a quienes creen estar por encima de otros o de vuelta de todo. Mantengo viva a la niña que fui porque no hay mayor tristeza que olvidarnos de nosotros mismos. Somos lo que somos, producto de lo que fuimos. Nada más, que no es poco.