lunes, 18 de enero de 2010

EVA EN LA TIERRA (recopilación de cuentos)

Cuento 2

EL REGALO



—Siempre llueve sobre mojado.

Sandra se vuelve a su compañero y le mira con desprecio. Odia esa frase que simboliza el conformismo mártir de su madre. De buena gana le enviaría a la mierda, sin embargo, pese al rechazo que le provoca la actitud de su hombre, siente por él una lástima inevitable, No temas, no se mueren de hambre cuando los dejas, solía decirle su abuela. Sandra le da la espalda y contesta a la mirada interrogante de su pareja encogiéndose de hombros y cerrando la puerta de la habitación tras ella. Le apetece estar sola.

Se quita la camisa de dormir. La noche ha sido eterna y las explicaciones han prolongado la sobremesa de un almuerzo tardío. Contorsiona su cuerpo a conciencia en un intento de expulsar de dentro la tensión que desde hace días mantiene sus músculos como un arco al disparar. Luego se abraza a sí misma y está a punto de llorar pero se traga las lágrimas y un sorbo de vodka que sobró de la noche anterior. Sacude violentamente la cabeza, la hace girar a un lado y a otro sobre las cervicales y, tras darse un par de bofetadas y chasquear la lengua, se dispone a vestirse.

A Sandra le gusta vestirse por los pies. Primero los calcetines, oscuros, luego las bragas, negras, los tejanos y las botas. Se mira en el espejo del viejo armario de luna comprado en Els Encants. Nunca entendió por qué se les llama así, Qué tendrán que ver con la luna, se dice. Se siente atractiva vestida de cintura para abajo, el torso desnudo. Tiene las caderas estrechas. Podría pasar por muchacho con sus piernas largas y delgadas y el cabello corto como un soldado, si no fuera por los pequeños pechos que, erguidos, sobresalen de su silueta vista de perfil. Casi treinta años y siguen siendo incipientes como los de una adolescente.

—Sandra, ¿vas a salir?

La irrupción de la voz de Jordi en sus pensamientos, que llega amortiguada por la puerta cerrada, le irrita los nervios que desde hace días trata Sandra de mantener con un temple sostenido por un hilo cada vez más delgado. Se muerde los labios y se sienta en la cama frente al espejo, Tienes unos ojos preciosos, piensa, ¿cómo has podido echarte a perder de esta manera? El reflejo de su imagen le contesta con un silencio preñado de culpabilidad.

—Sí, voy a salir.

Sandra acaba de vestirse. Se pinta los ojos para resaltar el marco de la parte de su cuerpo que más aprecia, Son como los de tu padre, le ha dicho siempre María, la abuela clandestina. Coge la cazadora negra, el casco y los guantes. Se para un instante antes de abrir la puerta de la habitación. Toma aire y se lanza con movimientos rápidos hacia el recibidor sin mirar atrás. Una vez fuera, sin embargo, y antes de que la puerta se cierre, no puede evitar que sus ojos se crucen con la mirada mansa de Jordi que, como un niño abandonado, envía a su pareja un quejido silencioso. Sandra siente el portazo de la madera vieja como una bofetada en el alma. La mezcla de lástima y odio que crece en su interior la está destrozando. Baja las escaleras saltando sobre los escalones desgastados por los incontables pasos que los han recorrido durante más de doscientos años, Mierda, mierda, mierda, mierda, va mascullando mientras intenta con su trote quitarse de encima los jirones de culpa que la mirada de Jordi ha prendido en su espalda. Con la rabia puesta, se calza el caso y los guantes, arranca la moto y se sumerge en el tráfico denso de las siete de la tarde.

Zigzagueando peligrosamente, alcanza el cruce entre Muntaner y Diagonal, donde un impresionante coche blanco le corta el paso y la obliga a comerse el semáforo. Tras varias maniobras de diestra conductora, Sandra logra alcanzarlo en el siguiente semáforo y llegar a la altura de la ventanilla del conductor, Oye tío, a ver si aprendes a conducir y no... No tiene tiempo de acabar la frase, cuando la luz cambia a verde y el chico rubio, con chaqueta de ante marrón y el pelo bien cortado, alza su cara bronceada, la mira con superioridad y, al tiempo que arranca, le dice con entonado desprecio, ¡Chúpame la polla! A Sandra se le nubla la vista. La ira le sube desde el vientre y siente la cabeza a punto de estallarle dentro del casco. Sin prestar la menor atención a las normas más elementales de circulación, aprieta el gas a fondo y se lanza a la caza del ultrajador. Al llegar al espacio abierto de la plaza Francesc Macià, con una maniobra suicida, cruza su moto frente al coche blanco obligando a su conductor, hábil piloto para suerte de ella, a parar en seco, ¡Te voy a chupar una mierda, cabrón! El muchacho se queda petrificado en su asiento, tratando de recuperarse del susto. Sandra tiene un pie en el suelo y otro en el estribo. La moto, frenada violentamente, parece respirar con dificultad tras la loca carrera. Pese a su miedo, el chico rubio teñido, ahora se da cuenta Sandra, cazadora de Armani y brillante prendido en la oreja, trata de imponer su hombría, ¡Estás loca tía! Sandra salta de la moto, que cae inerte como un felino muerto, ¡Sal!, ¿Qué?, dice el muchacho sin creer lo que está pasando, ¡Que salgas del coche! Antes de que el asombrado galán de diseño tenga tiempo de reaccionar, Sandra abre la puerta del Audi 4 y le vuelve a gritar a la cara, ¡Te he dicho que salgas, cabrón! No puedo creerlo, dice el chico rubio teñido con una sonrisa que intenta ser irónica y se escapa hacia una mueca de terror. Algunos viandantes se paran, alertados por los gritos, y observan curiosos la escena, Venga sal, insiste Sandra ofuscada, no querías que te chupara la polla, pues sal fuera si tienes cojones. El muchacho duda unos instantes. De buena gana apretaría el acelerador pero, dada la avalancha de gente que se ha concentrado a estas alturas, su prestigio de macho quedaría en entredicho. No tiene tiempo, sin embargo, de tomar una decisión. Sandra, lanzada y sin posibilidad de marcha atrás, lo agarra por la solapa de la cazadora y tira de él con fuerza, ¡Que te he dicho que salgas, leche! Pese a su superioridad física, deslumbrado por lo increíble de la situación y la agilidad de su atacante, el muchacho se deja arrastrar como un pelele y, aunque trata de reaccionar y arrearle un guantazo, falla el golpe y pierde el equilibrio, cayendo de espaldas en el asfalto. Sandra salta sobre él y a punto está de golpearlo cuando unos brazos providenciales la arrancan del suelo y la hacen volar hasta el capó del coche patrulla que ha llegado sin que ella se percatara, ¡Dónde vas fiera!, le grita el policía que, ayudado por una sorprendida y atemorizada aprendiz de reducebroncas, la sujetan con fuerza mientras ella intenta zafarse de ellos y volver a la tarea que ha dejado a medias, ¡Vaya con la moza, la mala leche que tiene!, dice el agente tras ponerle las esposas y sentirse dueño de la situación, Me ha dicho que le chupe la polla, se defiende Sandra, y yo las chupo así, ¡Joder!, exclama el policía con sarcasmo, Venga, entra, le ordena entregándole el casco que ella tiró al suelo antes de lanzarse sobre su presa. Una vez en el coche patrulla, Sandra ve acercarse al muchacho que, preocupado por el estado de su cazadora, mira de soslayo a las gentes que han seguido la escena y ríen con escarnio, ¡Ven, hijo de puta, acércate si tienes huevos!, sigue Sandra con su guerra, Esa boca, niña, esa boca, le reprocha el policía que la ha empujado dentro del coche. ¿Qué, vas a presentar denuncia o no?, pregunta el agente en un tono como queriendo decir déjalo estar. Sin embargo el ofendido no está para consideraciones. Ha sido educado para considerarse el centro de la creación, A usted qué le parece, contesta receloso ante la proximidad de Sandra, Bueno, dice el policía en tono cansino, pues andando, todos a comisaría, luego se gira hacia Sandra y le dice con aire paternalista, Lo siento chica, tú te lo has buscado.

Las dos mujeres dejan la comisaría sin mediar palabra. María abre la puerta del coche y, ofreciéndole las llaves, dice, ¿Quieres conducir tú?, No, abuela, contesta Sandra bajando la cabeza y tragándose las lágrimas que últimamente mantiene de forma constante en estado de contención. Tras varios intentos nulos, el viejo dos caballos emprende la salida, Menos mal, dice María, porque con este cacharro no daríamos alcance ni a Paco Martínez Soria. Sandra intenta reír la gracia de su abuela pero se siente demasiado cansada. María la observa de reojo y acaricia la rodilla de la muchacha tratando de animarla.

Ya en casa, una vieja edificación parte de un conjunto conocido como Las Casas Baratas, María prepara café y pone una taza humeante ante su nieta que sigue callada con el rostro entre las manos y los codos apoyados en la mesa de la cocinacomedor. Al penetrar el aroma por sus fosas nasales, Sandra alza la mirada buscando los ojos de su abuela.

—¿No me preguntas nada?

—¿Qué quieres que te pregunte? —dice María en tono cariñoso, sentada al otro lado de la mesa— Si quieres contarme algo no hará falta que te lo pida, ¿no?

—¡Ya!, tú siempre tan segura de ti misma. —replica Sandra con amargura.

—Ven aquí —dice María apartando la taza de café y cogiendo las manos de Sandra—, ¿por qué te haces eso, cariño?

—¿El qué, abuela?

—¡El qué, el qué! De sobras sabes el qué. ¿No ves que te estás haciendo daño? Va, cuéntame qué pasó, pero sólo si quieres hacerlo, ¿eh?

—No sé si quiero hacerlo, abuela. —Contesta Sandra derramando dos gruesas lágrimas que saltan de sus pestañas y resbalan a tientas por su piel fina y oscura.

—Bueno —dice María dándole unas palmadas en el brazo y poniéndole la taza de café en las manos—, piénsatelo y me lo cuentas cuando sepas que quieres hacerlo.

Luego, viendo que su nieta sigue con el ceño fruncido de la tristeza en la frente, ese ceño fruncido que tanto la hizo llorar cuando era Alejandro a quien tenía frente a sí, intenta tragarse su propia pena y animarla.

—Por cierto, he visto al manso que te denunció. Un poco pijo, sí, pero yo en tu lugar, en vez de abofetearlo me lo hubiera tirado.

Sandra mira a su abuela sorprendida, pero pronto recupera la complicidad que siempre hubo entre las dos.

—¿Sí? ¿Tan bueno estaba?

—Bueno —dice María burlona—, a lo mejor es que a mi edad ya no soy tan exigente, pero tampoco estaba tan mal como para apalearlo.

Sandra se echa a reír y se tira a los brazos de María que los abre para cobijar a su nieta, como antes cobijaran a su hijo.

—Me dijo que le chupara la polla.

—Y a ti no se te ocurrió otra cosa que arrancársela de cuajo.

—Venga abuela, ni siquiera vale la pena seguir hablando de él. Tienes razón, no iba con él, estaba furiosa conmigo misma.

—Ya, y ese pobre imbécil se cruzó en tu camino.

—Sí, eso es.

—Y ni siquiera le advertiste con un ¡oiga, no sabe usted con quién está hablando!

Sandra vuelve a reír, mostrando unos dientes blancos y desiguales que resaltan contra el tono bruno de sus labios, y María, una vez más, siente el punzón que la pincha por dentro cada vez que aquella sonrisa le trae el recuerdo del hijo muerto. Sandra percibe el cambio brusco en la expresión de su abuela y, como en tantas otras ocasiones, desvía la mirada hacia la fotografía del joven sonriente que podría ser ella misma si no fuera por la barba y las patillas. Y el pelo largo, porque Sandra no ha vuelto a llevar el pelo largo desde el día que, Para joder a mi madre, para eso lo hice, se peló al cero y acudió a la cena familiar de esa guisa y con chupa negra de cuero, ¿Pasa tía?, dijo cuando Inés se llevó la mano a la boca y abrió mucho los ojos. José Antonio, el marido de su madre, que ya estaba de mal humor por su tardanza, Toda la familia en la mesa y la niña sin aparecer, la hizo pasar a su despacho, ¿Quién te has creído que eres?, ¿crees que tienes derecho a venir así y amargarnos la cena a toda la familia? Suerte tienes de tu madre, golfa, que si por mí fuera te pondría de patitas en la calle. Ahora te vas a tu habitación, te pones en la cabeza lo que sea para tapar ese estropicio y te vistes decentemente. Ni se te ocurra aparecer así en el comedor. A mí no me das tú la cena, desgraciada, y menos delante de mi familia, ¿estamos? Sandra subió las escaleras saltando los escalones de dos en dos y José Antonio cogió de un brazo a su mujer, que permanecía callada en el pasillo a la espera de un veredicto apretando los músculos de la garganta para silenciar el llanto, y le masculló al oído, Sube ahora mismo a la habitación de tu hija y procura que se adecente antes de bajar a cenar, y deprisita que bastante nos ha hecho esperar y no quiero numeritos delante de mis padres. Hábrase visto semejante desfachatez, una desgraciada como su padre va a ser esta jodida niña. ¡Venga, mujer! Para ya de lloriquear y arréglalo cuanto antes. Inés, temerosa de que su marido se enfadara hasta el punto de echar a la niña de casa, se apresuró a realizar la tarea que éste le había encomendado, pero al abrir la puerta de la habitación de su hija, lo que vieron sus ojos le causó tal espanto que no pudo reprimir el grito que agrió la celebración de la Nochebuena en muchos metros a la redonda.

Sandra había amontonado todos sus vestidos en medio de la habitación y, como una posesa, saltaba sobre ellos al tiempo que apretaba un bote de esprai en cada mano, untando de tinta negra cuanto alcanzaban los movimientos histéricos de sus brazos. En un momento quedó toda la habitación envuelta en una niebla oscura que caló en madre e hija hasta las entrañas. Aquella misma noche, pese a ser tan señalada y a pesar de los gemidos de Inés, José Antonio se las arregló para encerrar a Sandra en una clínica privada de la que no logró salir hasta alcanzar la mayoría de edad tres años después. Su abuela María, pese a la prohibición expresa de sus visitas y a pesar de su pasado anarquista y su presente estrafalario, logró ganarse la confianza de las monjas que custodiaban a su nieta y visitó a Sandra cada lunes y viernes de ocho a nueve de la noche. Durante aquellos tres años, las frases clave que marcaron la vida de Sandra fueron el siempre llueve sobre mojado que susurraba su madre entre suspiros de congoja y el venga muchacha, no te dejes arredrar de su abuela María.

Al alcanzar la mayoría de edad, Sandra abandonó el hogar al que había sido devuelta y se instaló en casa de María, que sobrevivía vendiendo prendas de vestir en los mercadillos ambulantes y alguna que otra acuarela cuando había suerte. Hasta que apareció el primer galán de su vida y Sandra, que no recuerda ya ni su nombre, inició un periplo de relaciones condenadas al fracaso, volviendo a casa de su abuela cada vez que una relación acababa y hasta que empezaba otra.

—¿Cómo te has enterado de lo mío, abuela?

—Pues por Mario, hija.

Ante la expresión interrogante de Sandra, María aclara.

—Mario Sigüenza, joder, el comisario.

—Sigo sin entenderlo María, ¿qué tienes tú que ver con el comisario? ¡No seréis amigos!

—¿Por qué no, no pasó Felipe sus vacaciones en el Azor?

—¡Joder, tía! —exclama Sandra con sorna— Desde luego, cada día entiendo menos a la gente.

—No hace falta que lo jures, niña. Y ya va siendo hora de que crezcas.

Sandra se muestra molesta por el comentario de su abuela, pero siente que ahora la necesita más que nunca.

—Bueno —dice María percatándose de la confusión emocional de su nieta y tratando de quitar leña al asunto—, voy a calentarte un plato de judías que, como decía Fidel, hacen andar a los muertos.

—¿Judías? —protesta Sandra— ¿A estas horas de la noche?

—Sí, judías, judías —afirma María burlona—, ¿o es que quieres ir con mamá y que te prepare un lenguado a la minier o unos canapés de caviar?

—No seas borde, abuela.

—Y tú no seas cursi y date una ducha a ver si despabilas, so pava.

Sandra se levanta y abraza a su abuela por la espalda, rodeándole la cintura con los brazos y besándola en el cuello. Luego se dirige al lavabo. María deja que un llanto silencioso calme su pena al recordar a su hijo que solía besarla de igual manera siempre que la necesitaba.

Cuando Sandra vuelve a la mesa, María le sirve un plato de potaje y llena dos vasos de vino tinto. Alza el suyo y lo hace chocar con el de Sandra.

—Salud, compañera.

—Qué anacrónica eres, María. —dice Sandra sonriendo.

—¿Y qué quieres que sea a mi edad, vanguardista?

Sandra la mira agradecida y come en silencio. María le da la espalda y prepara otro café. Tras unos momentos de complicidad muda, Sandra aparta el plato a un lado y carraspea antes de hablar.

—Abuela.

—¿Qué? —dice María sin girarse.

—He dejado a Jordi.

—¿Otra vez?

—No, María. Esta vez es para siempre.

—Ya. Y la anterior, y la anterior a la anterior...

—No seas bruja, abuela. Estoy jodida.

María siente el quejido a sus espaldas como una llamada de auxilio, Son tan iguales, piensa recordando a Alejandro. Deja la cafetera en el fuego y se sienta frente a su nieta mirándola a los ojos.

—¿Quieres hablar de ello?

—Quiero que me digas qué piensas.

—Hija mía —dice María acariciando el rostro de su nieta— ¿de qué coño te sirve lo que piense yo? Decidas lo que decidas es un asunto entre tú y tú.

—Querrás decir entre él y yo.

—No. Sabes muy bien lo que quiero decir. Él no pinta nada en todo esto, solo es el de turno, ¿me equivoco?

—Qué dura eres, María, ¿por qué no me dices nunca lo que piensas?

María frunce el ceño y, cogiendo a su nieta por la barbilla, replica.

—Eh, ¿de qué va este interrogatorio?, ¿desde cuándo te importa lo que yo piense?

—Siempre me ha importado y mucho. —contesta Sandra a la defensiva.

—Pues hija, lo has disimulado francamente bien. De todas formas, si de verdad te importa lo que yo piense, creo que deberías montar una ONG.

—Pero, ¿qué dices, abuela? ¿Me he perdido algo, a qué viene eso?

—Mujer, ya que te vas a dedicar a castigarte aguantando tipos que no te van, al menos institucionaliza tu esfuerzo y puede que la sociedad reconozca tu labor.

Sandra se levanta de un brinco, se dirige a la venta y pierde su mirada por la oscuridad de una noche apenas alumbrada por unas farolas simplonas que a duras penas merecen el nombre. María frunce los labios y hace chasquear la lengua.

—Sandra, hija mía, cómo esperas que pueda yo darte consejos si sigo pendiente de tu abuelo, después de tantos años y tanta sinrazón.

Sandra se sorprende ante la confesión de María y gira bruscamente sobre sí misma. La bata deshilachada de su abuela se abre dejando en libertad uno de sus pequeños senos que ella tapa de inmediato cruzando el tejido floreado sobre su pecho.

—¿Le sigues viendo?

—Sí. —contesta María enarcando las cejas y buscando un tono de justificación para sus palabras— Sus hijos lo han metido en una residencia y ahora sólo me tiene a mi.

—¿Sus hijos? —Sandra vuelve a sentarse frente a su abuela, interesada en saber más— Pero no era...

—¿Maricón?

—Bueno, yo no lo hubiera dicho tan bruscamente.

—Ya, tú fuiste educada por las francesas. Pues sí, lo era, pero no estéril. Tuvo tres hijos, además de Alejandro, dos varones y una hembra, pero desde que quedó viudo, éstos lo han relegado a un exilio forzoso. Me da mucha pena.

—Pero, ¿cómo se casó?

—Pues por la iglesia, supongo.

—Venga abuela, no seas mordaz, quiero decir que por qué lo hizo.

—Pues por lo mismo que se acostaba conmigo. Entonces debía desmentir los rumores entre sus camaradas de partido y cuando pasó de bolchevique ilustrado a señor importante, ¿cómo podía dirigir el negocio familiar sin ser un respetable padre de familia?

—¡Cuánta mierda! —exclama Sandra asqueada.

—La vida es dura, cariño. No siempre podemos ser como queremos. Te sorprenderías de cuánto podrías llegar a ver si no vivieras encerrada en ti misma, quejándote siempre como una adolescente llorona.

Mientras María, tras atacar a su nieta para hacerla reaccionar, va a apagar el fuego donde borbotea la cafetera, Sandra mira fijamente el retrato de Alejandro, sus bellos ojos rodeados de una tristeza oscura, y se da cuenta de lo egoísta que ha sido hasta entonces con su abuela que nunca contestó a las preguntas que ella no hizo por desinterés.

—¿De qué murió mi padre, abuela?

María se sobresalta. El repentino interés de su nieta la coge desprevenida.

—¿Qué quieres decir, qué tiene que ver tu padre en todo esto?

—No lo sé, María —dice Sandra escudriñando con la mirada el rostro de su abuela—, pero confío en que tú me lo dirás.

—Nunca has querido que te hablara de tu padre, ¿por qué he de hacerlo ahora?

—Porque, como tú has dicho, ya va siendo hora de que me haga mayor. Murió de sida, ¿verdad?

María se siente herida. Durante muchos años deseó poder explicar a la niña de sus ojos todo sobre su padre y ésta no quiso escucharla. Ella respetó su decisión y se acostumbró a guardar sus recuerdos como un secreto inescrutable, ¿A qué viene ahora ese repentino interés?, piensa cerrando los ojos y apretando las manos sobre su regazo. Sandra se da cuenta y, aunque lamenta hacer sufrir a quien más la ha querido, cree tener derecho a saberlo todo. Se levanta a por el café que María ha dejado abandonado sobre el fogón apagado y vuelve a besar a su abuela como lo hiciera antes de ir a la ducha.

—Venga abuela, ¡era mi padre!

—Nadie muere de sida. —contesta María alzando la cabeza y mesándose los cabellos grises y rebeldes con unas manos huesudas que un día fueron hermosas y siguen pintando bellos torsos desnudos— Murió de un paro cardíaco tras un cuadro agudo de infección en el aparato respiratorio. Pero, sí, fue a consecuencia del sida. Y además era maricón como su padre. Ahora ya sabes toda la verdad.

Sandra siente las últimas palabras como un golpe bajo. Siempre lo había sospechado, Posiblemente por algún comentario, piensa, que quedó en mi subconsciente a esa edad en la que los mayores no se esconden por considerar a los pequeños espectadores sin criterio y dejan caer palabras que los niños guardan en su cerebro, arrinconadas como trastos viejos en el desván donde se almacenan las cosas sin sentido y que, en algún momento de sus vidas, salen de su escondite y recuperan su significado. Tras salir de su abstracción, Sandra sirve dos cafés y va en busca del coñac que guarda su abuela para las ocasiones. Al volver se acerca a María y le susurra al oído, tratando de desdramatizar la situación.

—Abuela, ¿no sería más adecuado que dijeras homosexual?

—¿Por qué? —exclama María desafiante— ¿Te asusta llamar a las cosas por su nombre?

Sandra se da cuenta de lo doloroso que le resulta a su abuela revivir viejas historias que su carácter de luchadora incansable han mantenido a raya durante tantos años, pero que siguen al acecho dispuestas a apuñalarte el alma sin previo aviso a la menor ocasión. Sin embargo, no está dispuesta a desperdiciar la oportunidad que un encontronazo fortuito con un rubio anónimo de diseño le ha proporcionado para desenterrar viejos fantasmas y arrojarlos a la luz.

—Está bien —dice Sandra encogiéndose de hombros y encendiendo un cigarrillo—, dilo como quieras, pero dime, ¿lo sabía mi madre?

María vuelve a mirar a su nieta a los ojos. Durante los breves momentos de silencio se ha dado cuenta que no tiene derecho a ocultarle nada y menos echarle en cara que quiera saber. Suspira hondo y tras beber un sorbo de café y dar una calada al cigarrillo de Sandra, se dispone a correr el telón de la verdad.

—Lo supo después. Fue un duro golpe para ella, pobrecilla. Eran tan jóvenes y tan hermosos. Dos criaturas de quince años. Iban juntos al instituto. La engañó. Hizo que se enamorara de él. Inés se escapó de casa cuando supo que estaba embarazada y Alejandro me la trajo a mí. Yo sabía que no estaba bien esconderlos pero parecían tan felices y yo entonces tenía tantos pájaros en la cabeza. Hice mal, lo sé. Lo hecho, hecho está. Además, si la hubiera devuelto a su casa, sus padres la habrían obligado a abortar y tú no estarías aquí ahora.

—¡Joder! —exclama Sandra sintiendo como se le eriza todo el vello del cuerpo. — Y, ¿qué pasó después?

—Después todo se vino abajo. Cuando tú naciste, Alejandro, a pesar de su corta edad, se puso a trabajar en la construcción. Trabajaba más horas que un reloj y se comportaba como un padre de familia responsable y cariñoso. Sin embargo, pronto se impuso la realidad y Alejandro se enamoró locamente de un hermoso muchacho que le propuso irse con él a Marruecos. Tu madre no paraba de llorar y yo no sabía qué hacer. No era más que una niña. Una niña abandonada con otra niña a su cargo. Yo ya había pasado por eso pero tenía veinte años. No era lo mismo. Me di cuenta de que no podía disponer de vosotras. Inés ya tenía madre. Una madre que seguramente llevaba tres años sufriendo por la pérdida de su hija. La animé a que se pusiera en contacto con sus padres, Tú habla con ellos por teléfono y les explicas la situación, le dije, si crees que no te van a tratar bien, sigues aquí conmigo. Aquella tarde, la alegría de su sonrisa al volver de la cabina de teléfono, contrastaba fieramente con mi tristeza. Lo había tenido todo y me quedaba sin nada. Cuando sus padres vinieron a buscarlas, Inés mintió diciendo que me había conocido el día anterior y que yo las había recogido en mi casa hasta que ella pudiera contactar con ellos, que hasta entonces había deambulado por ahí, de comuna en comuna, y que no había vuelto a ver al padre de la niña. Sus padres no la escuchaban. Sólo querían recuperar a la hija perdida y llevarla de vuelta a casa para darle la protección que no le pudieron dar durante los últimos tres años. Me agradecieron el favor y se marcharon en su flamante coche sin dejarme siquiera la oportunidad de volver a ver a mis niñas. Más tarde, cuando Alejandro estaba ya en estado terminal, su romance en el país de los sentidos no tuvo un final feliz, fue a ver a tu madre y le imploró que te dejara conocerme. No sé si se apiadó de él o seguía enamorada, el caso es que aceptó a cambio de que su marido no supiera nunca nada. Yo pensé entonces que era mejor para ti no volver a verte, pero mi hijo murió tan joven y tuvo tanto empeño en que siguiera a tu lado. No sé, hija. A veces las cosas pasan sin que puedan evitarse, ¿sabes? Hay personas tan osadas que son capaces de romper todas las normas sin pararse a pensar que con ellas rompen también el corazón de quien más les quiere. Son personas encantadoras, siempre, pero hacen mucho daño.

Sandra siente un torbellino de emociones contradictorias en su interior. Desde que alcanzó la pubertad ha vivido adorando a su padre y despreciando a su madre, ¿cómo podía cambiar ahora esos sentimientos incrustados en su memoria?

—¿Por qué lo hizo, abuela, llegó a decírtelo?

María baja la cabeza.

—Sí. Dijo que eras un regalo para mí.

—¿Un regalo? —exclama Sandra escandalizada.

María alza la vista y al encontrarse sus ojos con los ojos de su nieta recupera la entereza.

—Sí, hija. Un regalo. Y, ¿sabes?, fue lo único en lo que tu padre no se equivocó. Si no hubiera sido por ti, no sé si habría sido capaz de seguir adelante cuando él murió.

Sandra se levanta, camina lentamente hasta María y se acuclilla ante ella, abrazándola por las rodillas y dejando caer la cabeza sobre su regazo. El silencio, necesario, las ayuda a recomponer las piezas de sus rompecabezas emocionales. María acaricia la cabeza de Sandra con cariño, recordando la cabeza del niño que perdió cuando Alejandro se dejó el pelo largo y se marchó a vivir su propia vida. Sandra se deja acariciar negándose a poner en claro sus ideas. Ya habrá tiempo, piensa. De pronto su abuela, recuperando el empuje de su carácter, le levanta la cabeza asiéndole el rostro con ambas manos y, besándola en la frente, exclama, ¡Niña!, que se nos enfría el café.

1 comentario:

Nerim dijo...

Me ha gustado mucho este cuento. De casos como el de Sandra, he conocido algunos. Secretos de familia que hacen más daño esconderlos que contarlos, de amores equivocados y de sentimientos a flor de piel que se ignoran de donde vienen y por que se sienten, pero que rigen nuestra actitud y nos marcan de por vida.

Excelente cuento con pinceladas de tintes políticos considerando que la política es lo que más condiciona la vida de las personas.

Un abrazo

Datos personales

Mi foto
Soy buena gente. Admiro por encima de todo a las personas capaces de ayudar a los demás y después la inteligencia. Detesto a quienes creen estar por encima de otros o de vuelta de todo. Mantengo viva a la niña que fui porque no hay mayor tristeza que olvidarnos de nosotros mismos. Somos lo que somos, producto de lo que fuimos. Nada más, que no es poco.