lunes, 25 de enero de 2010

UNA PERLA EN LA INFANCIA

En casa no había abundancia, qué abundancia podía haber si ni siquiera había luz eléctrica. Aún guardo en el recuerdo la luz mortecina del carburo con que mi madre se alumbraba en la cocina y el quinqué que paseábamos de una estancia a otra para no andar a tientas. Pero lo que sí había eran ganas de vivir. Sobre todo por Navidades, cuando las mujeres sacaban de donde no había y se organizaban unos saraos memorables.

El momento cumbre de aquellas fiestas era la celebración de la Nochebuena. La mayor parte de la comunidad de La Perona proveníamos del sur y no se habían desarraigado aún las viejas costumbres. No faltaba de nada aquellos días, lo que no existía se inventaba y dónde escaseaba la materia sobraba la fantasía. Los licores se hacían en casa a base de esencias, alcohol, agua de azahar y azúcar de caña. Los mantecaos ¡qué buenos! los preparaban las madres en casa y, junto a las rosquillas de vino y anís, se llevaban a cocer al horno de la panadería porque los pequeños fogones de petróleo no daban para tanto. Daba gloria ver a todas aquellas mujeres humildes acarreando con orgullo sus bandejas de mantecaos en lo alto de la cabeza. Era un trajín de alpargatas de aquí para allá, sorteando con habilidad a los niños que, corriendo unos tras otros, hacíamos de la calle nuestro hábitat natural. Cuando volvían de la panadería, las mujeres tenían que proteger aquellas delicias para evitar el asalto de los mocosos que, como moscas a la miel, éramos atraídos por el aroma que despedían los cestos.

Después de tanto jaleo llegaba la Nochebuena. Nuestras madres se engalanaban. Se pintaban los labios con carmín, rojo como amapolas, se peinaban con ondas que estaban de moda y se colgaban sus zarcillos finos y sus gargantillas de oro barato o de coral. Los chiquillos las veíamos como a reinas y los maridos, animados por la alegría y el licor casero, presumían de lo guapa que está mi hembra esta noche.

Los cantos subían de tono a medida que bajaba el nivel de las botellas. Las pasiones se desataban y las mujeres seducían a los hombres con miradas calientes y movimientos de cadera que producían un no sé qué en los sentidos, sin que nadie tocara a nadie, que la carne es pa mirarla pero tocar solo toca el mario. A las tantas de la noche, cuando la diferencia de temperatura entre la fiesta y el exterior empañaba todos los cristales de la casa, aparecía Alonso en escena. Las mujeres lo besaban sin pudor bajo la mirada indiferente de sus maridos, los hombres lo saludaban condescendientes y los niños formábamos un gran alboroto. Es marica, decían los mozalbetes que empezaban a despuntar a la virilidad y presumían de haber descubierto un secreto que conocían hasta las aguas del río. Alonso llegaba con restos de maquillaje en el rostro, más tarde supe que actuaba en algún tugurio del Paralelo y que, en cuanto acababa la función, cogía un taxi y venía a celebrar la Nochebuena con su gente.

Y qué es ser marica, pregunté yo con mi voz chillona de seis años. Todas las miradas se volvieron hacia mí. Alonso se echó a reír, se agachó, me cogió la cara entre sus manos suaves y mirándome con mucho cariño me dijo, Ay mi carita de rosa, qué pregunta tan difícil para una criaturita como tú. Yo soy ser marica. No te asustes mi perla, no es nada malo. Las risas arreciaron y se multiplicaron las voces que gritaban ¡canta Alonso! Y Alonso se irguió, se llenó los pulmones, alzó la cara con aire de estrella y arrancó a cantar con un sentimiento que aún me conmueve al recordarlo.

Por qué has pintao tus ojeras,
la flor de lirio real.
Por qué te vistes de seda,
Ay, Campanera, por qué será...

A pesar de los comentarios y los cuchicheos, todos amaban y respetaban a Alonso, al menos que yo supiera, y yo crecí sabiendo que la vida valía la pena mientras tuviera a mi madre, mi calle fuese un espacio abierto por el que corrían mis fantasías de niña, y Alonso siguiera apareciendo a las tantas de cada Nochebuena.

lunes, 18 de enero de 2010

EVA EN LA TIERRA (recopilación de cuentos)

Cuento 3

EL CASO DE DOROTHY GLAMOUR


La mañana no promete nada bueno. Está nublado y la humedad, procedente del callejón largo y estrecho que separa la comisaría de una pensión miserable, se filtra por las paredes de la habitación en la que son interrogados los detenidos de paso.

El comisario Rodriguez, rascándose con parsimonia la barba incipiente, trata de mantener el temple y no dejarse vencer por el estado nervioso que empieza a hacer mella en él. Está cansado. La noche ha sido larga y no encuentra la manera de hacer hablar al detenido para acabar de una vez con todo aquello e irse a dormir. Lo mira con piedad. Le conoce desde hace mucho y le cae bien. En otra situación habría sido incluso benévolo con él, le habría gastado algunas bromas con malicia pero sin mala intención, y hasta puede que le hubiera invitado a desayunar, pero esa mañana le duele el estómago, siente la cabeza a punto de estallar y a sus pulmones llega el aire con dificultad de tantos cigarrillos como se ha fumado durante la noche. Esta vez el asunto que ha llevado allí a Dorothy Glamour es grave.

Vuelve a encender un cigarrillo, aspira hondo, llenando de humo y nicotina los pocos huecos que quedan en sus vías respiratorias, y mira al callejón con ojos cansados. Entre la ligera cortina de humo que expulsa de su interior, ve una rata que sale de la pensión por una ventana a ras de suelo, Esos cerdos, piensa, las alimentan tan bien que un día vendrán aquí y nos comerán a todos.

—Bien, amigo mío...

Dorothy alza la mirada asombrado y molesto.

—Está bien, a-mi-ga —dice el comisario apretando los dientes e intentando armarse de paciencia para no arrearle un par de guantazos al detenido—. Déjate de tonterías y vayamos al grano que empiezo a estar harto de todo esto. Seas amigo o amiga, te van a empapelar en cuanto entres en el talego, así que sé buena y explícame todo lo que pasó. Te aseguro que tengo más interés que nadie en sacarte de esta. No me parece justo que tengas que ir a la cárcel por aquella mierda, pero la ley es la ley. Ya lo sabes ¿no?

—Ya se lo he dicho comisario, le he dicho todo lo que sabía.

—¡Calla! No vuelvas a tratarme como a un gilipollas o te vas a arrepentir, ¿entendido? Te he dicho que me digas qué pasó y sin pamplinas, o te largo ahora mismo al calabozo y te dejo en manos del abogado de oficio.

Dorothy Glamour se da cuenta de que no puede seguir jugando con la paciencia del comisario. Es un buen hombre, lo sabe. Siempre la ha tratado bien. Si esta vez se muestra duro con ella es porque sabe leer su pensamiento y está seguro de sus mentiras. La idea de ponerse en manos de un abogado de oficio teniendo a todo el cuerpo de policía en contra le provoca escalofríos. Se levanta sobre los tacones de diez centímetros, mira al comisario Rodriguez con la cara alta pero con respeto y, tras pedirle un cigarrillo con gestos, empieza a andar despacio con una elegancia que el comisario Rodriguez hubiera deseado para su mujer y sus dos hijas adolescentes.

—Pues bien, después de lo ocurrido el día anterior.

—¿El qué? —se apresura a objetar el comisario que no quiere perder el control de la situación.

—Mi novio me abandonó.

El comisario Rodriguez suspira resignado, no acaba de acostumbrarse a la normalidad con que Dorothy Glamour desempeña su papel de mujer.

—Está bien. Sigue, sigue.

—Entré en el bar dispuesta a no volver a casa sola. Atravesé el umbral al estilo Clint Eastwood.

—¿Qué quieres decir? Déjate de metáforas y ve al grano.

—Si me va usted a interrumpir continuamente, me va a confundir.

—Vale, vale. Ya me callo. Sigue.

—Una vez inmersa en la penumbra y rodeada de ruido, alcé el mentón, agudicé la vista y escudriñé el local de un extremo a otro, cual ave de rapiña en busca de presa.

—¡Ya!

—¿Qué?

—No, nada, nada. Sigue.

—Me conocía aquel antro como la palma de la mano, así que no había macho que pudiera escapar a mi vista de pájaro. De pronto, mis ojos se quedaron quietos, clavando la mirada, afilada como hoja de afeitar, en la última mesa a la derecha. ¡Mala puta! —Dorothy Glamour cambia el semblante, pasando de cordera asustada a vampiresa en acción— Allí estaba ella, tan fina, tan coqueta, con su cabeza hueca enfundanda en unos bucles rubios, sintéticos, y la nariz más empolvada que la carretera del pueblo. A su lado, aburrido, con la mirada perdida en el fondo de un vaso de jotabé, el imbécil de Arturo intentaba aparentar una gallardía que, él y yo lo sabíamos, perdió cotización desde que alcanzó los cuarenta y se cansó de ir al gimnasio.

—¿Quién es Arturo?

—¡Comisario, por Dios! No me interrumpa más que me va usted a cortar la inspiración. Mi novio, hombre, mi novio.

—Ah, él —dice el comisario Rodriguez a punto de perder los estribos.

—Calle usted, señor comisario. No hurgue en mi herida que aún sangra de dolor.

El comisario Rodriguez se remueve en su asiento, mira al techo, respira hondo y enciende otro cigarrillo. Dorothy Glamour le sigue sorprendiendo con sus cambios de actitud. Ahora vuelve a ser una mujer asustada. Si no fuera por el aprecio que le tiene, de qué iba él a aguantar tanta perorata. Se encoge de hombros y le hace señas al detenido para que continúe. Este alza el rostro dispuesto a buscar en su memoria la imagen de mujer fatal que le ayude a representar su papel y camina despacio dando la espalda al comisario que se emboba unos instantes al contemplar las magníficas curvas y sugerente espalda desnuda del detenido. Temiendo ser un pelele en manos de tan extraño, aunque familiar, personaje, trata de encontrar el tono más adecuado a su voz para imponer disciplina.

—¡Eh, tú! Acércate y siéntate que me estás poniendo nervioso. Aquí, siéntate aquí en frente de mí. Así puedo mirarte a la cara cuando me hablas.

Frunciendo los labios con descarada coquetería, Dorothy Glamour se sienta en la silla que el comisario Rodriguez coloca frente a él y cruza las piernas. El comisario se inquieta y las gotas de sudor resbalan por su espalda pegándole la camisa al cuerpo. El detenido, pese a las preocupaciones del momento, se regocija por causar en él esa turbación que el comisario, por supuesto, jamás sería capaz de reconocer; antes se dejaría cortar una mano.

—Ay, no sé por dónde iba, señor comisario.

—Por Arturo, ibas por Arturo —replica el comisario que respira con dificultad y se coloca bien los atributos masculinos para no delatar la ligera erección de su miembro frente a las hermosas piernas, depiladas con láser, de Dorothy Glamour—. Va, sigue, sigue.

—¡Ah, sí! —contesta el detenido balanceando una pierna sobre otra y no perdiendo detalle de los apuros del comisario— Bueno, pues como decía, Arturo ya no era el mismo, pero a mí me seguía gustando, ¡si seré gilipollas!, y nunca le perdonaré a aquella furcia que me lo quitara aprovechándose de un mal momento en mi cuenta corriente. Así que me ajusté bien el vestido, me coloqué bien las tetas y me dispuse al ataque. Con paso bamboleante, a modo de serpiente, me dirigí hacia ellos, ¡Querida!, ¿cómo estás? ¡Ay, chica, pero qué bien te sientan los rizos, si pareces un ángel! Ella me miró asustada, cogiéndose a la silla con tanta fuerza que se le rompió una uña de porcelana, mientras Arturo, con cara de cordero degollado...

Suena el teléfono y el comisario Rodriguez arranca el cable con gesto contundente. Por primera vez empieza a tener esperanzas de que el detenido le cuente cómo pasó todo y no está dispuesto a perder la ocasión. Ante la violencia de su gesto, Dorothy Glamour abre mucho los ojos y se echa hacia atrás en un gesto de defensa, pero el comisario frunce los labios como si fuera a dar un beso y le hace un gesto tranquilizador para que siga con su relato. Dorothy Glamour, animada por la expectación que cree despertar en el comisario, vuelve a recuperar su mirada altiva y desafiante y sigue.

—Se echó para atrás. Arturo, digo. Se echó para atrás alejándose de las luces, como si la oscuridad pudiera salvarle de mi rabia, ¿sabe usted? No sentí piedad..

Regocijándose en su propia historia, el detenido se remueve lánguidamente en su asiento y entrecierra los ojos como si viviera la situación otra vez. El comisario Rodriguez, cada vez más expectante, no pierde un ápice de sus movimientos y se pasa la lengua por los labios repetidamente al contemplar los labios rojos que Dorothy Glamour mueve con inigualable maestría.

—Sin pensármelo dos veces, eché mano de los bucles y los arranqué de cuajo, dejando a la pobre Chelo como una gallina desplumada. Trató de defenderse, pero la empujé con tal rabia que cayó al suelo con las piernas abiertas, ofreciendo a los presentes un espectáculo lamentable, pues aunque sus bragas eran de lencería fina, sus carnes no están ya para primeros planos. Todo fue tan rápido, que nadie tuvo tiempo de intervenir antes de que me abalanzara sobre Arturo quien, más acojonado que un cura pillado en la cama de su feligresa, suplicaba con voz quejumbrosa, ¡No me hagas daño, chati, no me hagas daño! Le estiré de los pelos, obligándole a inclinar la cabeza hacia atrás, le miré a los ojos con desprecio y con deseo y, apretándole las criadillas con fuerza, le lamí los labios y le dije mimosa, Quién te va a querer más que yo, desgraciado. El resto ya lo sabe usted, señor comisario. No sé qué mal pensamiento me hizo meter en el bolso la navaja de siete muelles que me regaló Arturo cuando estuvimos en Albacete.

El detenido fue condenado a veinticinco años por homicidio en primer grado y, aunque sólo cumplió la mitad de la condena por buen comportamiento, cuando salió en libertad su rostro envejecido y su cabello ralo y cano no le permitieron recuperar su aspecto de vampiresa divina. Nunca más la llamaron Dorothy Glamour.

Nadie lo lamentó más que el comisario Rodriguez.




EVA EN LA TIERRA (recopilación de cuentos)

Cuento 2

EL REGALO



—Siempre llueve sobre mojado.

Sandra se vuelve a su compañero y le mira con desprecio. Odia esa frase que simboliza el conformismo mártir de su madre. De buena gana le enviaría a la mierda, sin embargo, pese al rechazo que le provoca la actitud de su hombre, siente por él una lástima inevitable, No temas, no se mueren de hambre cuando los dejas, solía decirle su abuela. Sandra le da la espalda y contesta a la mirada interrogante de su pareja encogiéndose de hombros y cerrando la puerta de la habitación tras ella. Le apetece estar sola.

Se quita la camisa de dormir. La noche ha sido eterna y las explicaciones han prolongado la sobremesa de un almuerzo tardío. Contorsiona su cuerpo a conciencia en un intento de expulsar de dentro la tensión que desde hace días mantiene sus músculos como un arco al disparar. Luego se abraza a sí misma y está a punto de llorar pero se traga las lágrimas y un sorbo de vodka que sobró de la noche anterior. Sacude violentamente la cabeza, la hace girar a un lado y a otro sobre las cervicales y, tras darse un par de bofetadas y chasquear la lengua, se dispone a vestirse.

A Sandra le gusta vestirse por los pies. Primero los calcetines, oscuros, luego las bragas, negras, los tejanos y las botas. Se mira en el espejo del viejo armario de luna comprado en Els Encants. Nunca entendió por qué se les llama así, Qué tendrán que ver con la luna, se dice. Se siente atractiva vestida de cintura para abajo, el torso desnudo. Tiene las caderas estrechas. Podría pasar por muchacho con sus piernas largas y delgadas y el cabello corto como un soldado, si no fuera por los pequeños pechos que, erguidos, sobresalen de su silueta vista de perfil. Casi treinta años y siguen siendo incipientes como los de una adolescente.

—Sandra, ¿vas a salir?

La irrupción de la voz de Jordi en sus pensamientos, que llega amortiguada por la puerta cerrada, le irrita los nervios que desde hace días trata Sandra de mantener con un temple sostenido por un hilo cada vez más delgado. Se muerde los labios y se sienta en la cama frente al espejo, Tienes unos ojos preciosos, piensa, ¿cómo has podido echarte a perder de esta manera? El reflejo de su imagen le contesta con un silencio preñado de culpabilidad.

—Sí, voy a salir.

Sandra acaba de vestirse. Se pinta los ojos para resaltar el marco de la parte de su cuerpo que más aprecia, Son como los de tu padre, le ha dicho siempre María, la abuela clandestina. Coge la cazadora negra, el casco y los guantes. Se para un instante antes de abrir la puerta de la habitación. Toma aire y se lanza con movimientos rápidos hacia el recibidor sin mirar atrás. Una vez fuera, sin embargo, y antes de que la puerta se cierre, no puede evitar que sus ojos se crucen con la mirada mansa de Jordi que, como un niño abandonado, envía a su pareja un quejido silencioso. Sandra siente el portazo de la madera vieja como una bofetada en el alma. La mezcla de lástima y odio que crece en su interior la está destrozando. Baja las escaleras saltando sobre los escalones desgastados por los incontables pasos que los han recorrido durante más de doscientos años, Mierda, mierda, mierda, mierda, va mascullando mientras intenta con su trote quitarse de encima los jirones de culpa que la mirada de Jordi ha prendido en su espalda. Con la rabia puesta, se calza el caso y los guantes, arranca la moto y se sumerge en el tráfico denso de las siete de la tarde.

Zigzagueando peligrosamente, alcanza el cruce entre Muntaner y Diagonal, donde un impresionante coche blanco le corta el paso y la obliga a comerse el semáforo. Tras varias maniobras de diestra conductora, Sandra logra alcanzarlo en el siguiente semáforo y llegar a la altura de la ventanilla del conductor, Oye tío, a ver si aprendes a conducir y no... No tiene tiempo de acabar la frase, cuando la luz cambia a verde y el chico rubio, con chaqueta de ante marrón y el pelo bien cortado, alza su cara bronceada, la mira con superioridad y, al tiempo que arranca, le dice con entonado desprecio, ¡Chúpame la polla! A Sandra se le nubla la vista. La ira le sube desde el vientre y siente la cabeza a punto de estallarle dentro del casco. Sin prestar la menor atención a las normas más elementales de circulación, aprieta el gas a fondo y se lanza a la caza del ultrajador. Al llegar al espacio abierto de la plaza Francesc Macià, con una maniobra suicida, cruza su moto frente al coche blanco obligando a su conductor, hábil piloto para suerte de ella, a parar en seco, ¡Te voy a chupar una mierda, cabrón! El muchacho se queda petrificado en su asiento, tratando de recuperarse del susto. Sandra tiene un pie en el suelo y otro en el estribo. La moto, frenada violentamente, parece respirar con dificultad tras la loca carrera. Pese a su miedo, el chico rubio teñido, ahora se da cuenta Sandra, cazadora de Armani y brillante prendido en la oreja, trata de imponer su hombría, ¡Estás loca tía! Sandra salta de la moto, que cae inerte como un felino muerto, ¡Sal!, ¿Qué?, dice el muchacho sin creer lo que está pasando, ¡Que salgas del coche! Antes de que el asombrado galán de diseño tenga tiempo de reaccionar, Sandra abre la puerta del Audi 4 y le vuelve a gritar a la cara, ¡Te he dicho que salgas, cabrón! No puedo creerlo, dice el chico rubio teñido con una sonrisa que intenta ser irónica y se escapa hacia una mueca de terror. Algunos viandantes se paran, alertados por los gritos, y observan curiosos la escena, Venga sal, insiste Sandra ofuscada, no querías que te chupara la polla, pues sal fuera si tienes cojones. El muchacho duda unos instantes. De buena gana apretaría el acelerador pero, dada la avalancha de gente que se ha concentrado a estas alturas, su prestigio de macho quedaría en entredicho. No tiene tiempo, sin embargo, de tomar una decisión. Sandra, lanzada y sin posibilidad de marcha atrás, lo agarra por la solapa de la cazadora y tira de él con fuerza, ¡Que te he dicho que salgas, leche! Pese a su superioridad física, deslumbrado por lo increíble de la situación y la agilidad de su atacante, el muchacho se deja arrastrar como un pelele y, aunque trata de reaccionar y arrearle un guantazo, falla el golpe y pierde el equilibrio, cayendo de espaldas en el asfalto. Sandra salta sobre él y a punto está de golpearlo cuando unos brazos providenciales la arrancan del suelo y la hacen volar hasta el capó del coche patrulla que ha llegado sin que ella se percatara, ¡Dónde vas fiera!, le grita el policía que, ayudado por una sorprendida y atemorizada aprendiz de reducebroncas, la sujetan con fuerza mientras ella intenta zafarse de ellos y volver a la tarea que ha dejado a medias, ¡Vaya con la moza, la mala leche que tiene!, dice el agente tras ponerle las esposas y sentirse dueño de la situación, Me ha dicho que le chupe la polla, se defiende Sandra, y yo las chupo así, ¡Joder!, exclama el policía con sarcasmo, Venga, entra, le ordena entregándole el casco que ella tiró al suelo antes de lanzarse sobre su presa. Una vez en el coche patrulla, Sandra ve acercarse al muchacho que, preocupado por el estado de su cazadora, mira de soslayo a las gentes que han seguido la escena y ríen con escarnio, ¡Ven, hijo de puta, acércate si tienes huevos!, sigue Sandra con su guerra, Esa boca, niña, esa boca, le reprocha el policía que la ha empujado dentro del coche. ¿Qué, vas a presentar denuncia o no?, pregunta el agente en un tono como queriendo decir déjalo estar. Sin embargo el ofendido no está para consideraciones. Ha sido educado para considerarse el centro de la creación, A usted qué le parece, contesta receloso ante la proximidad de Sandra, Bueno, dice el policía en tono cansino, pues andando, todos a comisaría, luego se gira hacia Sandra y le dice con aire paternalista, Lo siento chica, tú te lo has buscado.

Las dos mujeres dejan la comisaría sin mediar palabra. María abre la puerta del coche y, ofreciéndole las llaves, dice, ¿Quieres conducir tú?, No, abuela, contesta Sandra bajando la cabeza y tragándose las lágrimas que últimamente mantiene de forma constante en estado de contención. Tras varios intentos nulos, el viejo dos caballos emprende la salida, Menos mal, dice María, porque con este cacharro no daríamos alcance ni a Paco Martínez Soria. Sandra intenta reír la gracia de su abuela pero se siente demasiado cansada. María la observa de reojo y acaricia la rodilla de la muchacha tratando de animarla.

Ya en casa, una vieja edificación parte de un conjunto conocido como Las Casas Baratas, María prepara café y pone una taza humeante ante su nieta que sigue callada con el rostro entre las manos y los codos apoyados en la mesa de la cocinacomedor. Al penetrar el aroma por sus fosas nasales, Sandra alza la mirada buscando los ojos de su abuela.

—¿No me preguntas nada?

—¿Qué quieres que te pregunte? —dice María en tono cariñoso, sentada al otro lado de la mesa— Si quieres contarme algo no hará falta que te lo pida, ¿no?

—¡Ya!, tú siempre tan segura de ti misma. —replica Sandra con amargura.

—Ven aquí —dice María apartando la taza de café y cogiendo las manos de Sandra—, ¿por qué te haces eso, cariño?

—¿El qué, abuela?

—¡El qué, el qué! De sobras sabes el qué. ¿No ves que te estás haciendo daño? Va, cuéntame qué pasó, pero sólo si quieres hacerlo, ¿eh?

—No sé si quiero hacerlo, abuela. —Contesta Sandra derramando dos gruesas lágrimas que saltan de sus pestañas y resbalan a tientas por su piel fina y oscura.

—Bueno —dice María dándole unas palmadas en el brazo y poniéndole la taza de café en las manos—, piénsatelo y me lo cuentas cuando sepas que quieres hacerlo.

Luego, viendo que su nieta sigue con el ceño fruncido de la tristeza en la frente, ese ceño fruncido que tanto la hizo llorar cuando era Alejandro a quien tenía frente a sí, intenta tragarse su propia pena y animarla.

—Por cierto, he visto al manso que te denunció. Un poco pijo, sí, pero yo en tu lugar, en vez de abofetearlo me lo hubiera tirado.

Sandra mira a su abuela sorprendida, pero pronto recupera la complicidad que siempre hubo entre las dos.

—¿Sí? ¿Tan bueno estaba?

—Bueno —dice María burlona—, a lo mejor es que a mi edad ya no soy tan exigente, pero tampoco estaba tan mal como para apalearlo.

Sandra se echa a reír y se tira a los brazos de María que los abre para cobijar a su nieta, como antes cobijaran a su hijo.

—Me dijo que le chupara la polla.

—Y a ti no se te ocurrió otra cosa que arrancársela de cuajo.

—Venga abuela, ni siquiera vale la pena seguir hablando de él. Tienes razón, no iba con él, estaba furiosa conmigo misma.

—Ya, y ese pobre imbécil se cruzó en tu camino.

—Sí, eso es.

—Y ni siquiera le advertiste con un ¡oiga, no sabe usted con quién está hablando!

Sandra vuelve a reír, mostrando unos dientes blancos y desiguales que resaltan contra el tono bruno de sus labios, y María, una vez más, siente el punzón que la pincha por dentro cada vez que aquella sonrisa le trae el recuerdo del hijo muerto. Sandra percibe el cambio brusco en la expresión de su abuela y, como en tantas otras ocasiones, desvía la mirada hacia la fotografía del joven sonriente que podría ser ella misma si no fuera por la barba y las patillas. Y el pelo largo, porque Sandra no ha vuelto a llevar el pelo largo desde el día que, Para joder a mi madre, para eso lo hice, se peló al cero y acudió a la cena familiar de esa guisa y con chupa negra de cuero, ¿Pasa tía?, dijo cuando Inés se llevó la mano a la boca y abrió mucho los ojos. José Antonio, el marido de su madre, que ya estaba de mal humor por su tardanza, Toda la familia en la mesa y la niña sin aparecer, la hizo pasar a su despacho, ¿Quién te has creído que eres?, ¿crees que tienes derecho a venir así y amargarnos la cena a toda la familia? Suerte tienes de tu madre, golfa, que si por mí fuera te pondría de patitas en la calle. Ahora te vas a tu habitación, te pones en la cabeza lo que sea para tapar ese estropicio y te vistes decentemente. Ni se te ocurra aparecer así en el comedor. A mí no me das tú la cena, desgraciada, y menos delante de mi familia, ¿estamos? Sandra subió las escaleras saltando los escalones de dos en dos y José Antonio cogió de un brazo a su mujer, que permanecía callada en el pasillo a la espera de un veredicto apretando los músculos de la garganta para silenciar el llanto, y le masculló al oído, Sube ahora mismo a la habitación de tu hija y procura que se adecente antes de bajar a cenar, y deprisita que bastante nos ha hecho esperar y no quiero numeritos delante de mis padres. Hábrase visto semejante desfachatez, una desgraciada como su padre va a ser esta jodida niña. ¡Venga, mujer! Para ya de lloriquear y arréglalo cuanto antes. Inés, temerosa de que su marido se enfadara hasta el punto de echar a la niña de casa, se apresuró a realizar la tarea que éste le había encomendado, pero al abrir la puerta de la habitación de su hija, lo que vieron sus ojos le causó tal espanto que no pudo reprimir el grito que agrió la celebración de la Nochebuena en muchos metros a la redonda.

Sandra había amontonado todos sus vestidos en medio de la habitación y, como una posesa, saltaba sobre ellos al tiempo que apretaba un bote de esprai en cada mano, untando de tinta negra cuanto alcanzaban los movimientos histéricos de sus brazos. En un momento quedó toda la habitación envuelta en una niebla oscura que caló en madre e hija hasta las entrañas. Aquella misma noche, pese a ser tan señalada y a pesar de los gemidos de Inés, José Antonio se las arregló para encerrar a Sandra en una clínica privada de la que no logró salir hasta alcanzar la mayoría de edad tres años después. Su abuela María, pese a la prohibición expresa de sus visitas y a pesar de su pasado anarquista y su presente estrafalario, logró ganarse la confianza de las monjas que custodiaban a su nieta y visitó a Sandra cada lunes y viernes de ocho a nueve de la noche. Durante aquellos tres años, las frases clave que marcaron la vida de Sandra fueron el siempre llueve sobre mojado que susurraba su madre entre suspiros de congoja y el venga muchacha, no te dejes arredrar de su abuela María.

Al alcanzar la mayoría de edad, Sandra abandonó el hogar al que había sido devuelta y se instaló en casa de María, que sobrevivía vendiendo prendas de vestir en los mercadillos ambulantes y alguna que otra acuarela cuando había suerte. Hasta que apareció el primer galán de su vida y Sandra, que no recuerda ya ni su nombre, inició un periplo de relaciones condenadas al fracaso, volviendo a casa de su abuela cada vez que una relación acababa y hasta que empezaba otra.

—¿Cómo te has enterado de lo mío, abuela?

—Pues por Mario, hija.

Ante la expresión interrogante de Sandra, María aclara.

—Mario Sigüenza, joder, el comisario.

—Sigo sin entenderlo María, ¿qué tienes tú que ver con el comisario? ¡No seréis amigos!

—¿Por qué no, no pasó Felipe sus vacaciones en el Azor?

—¡Joder, tía! —exclama Sandra con sorna— Desde luego, cada día entiendo menos a la gente.

—No hace falta que lo jures, niña. Y ya va siendo hora de que crezcas.

Sandra se muestra molesta por el comentario de su abuela, pero siente que ahora la necesita más que nunca.

—Bueno —dice María percatándose de la confusión emocional de su nieta y tratando de quitar leña al asunto—, voy a calentarte un plato de judías que, como decía Fidel, hacen andar a los muertos.

—¿Judías? —protesta Sandra— ¿A estas horas de la noche?

—Sí, judías, judías —afirma María burlona—, ¿o es que quieres ir con mamá y que te prepare un lenguado a la minier o unos canapés de caviar?

—No seas borde, abuela.

—Y tú no seas cursi y date una ducha a ver si despabilas, so pava.

Sandra se levanta y abraza a su abuela por la espalda, rodeándole la cintura con los brazos y besándola en el cuello. Luego se dirige al lavabo. María deja que un llanto silencioso calme su pena al recordar a su hijo que solía besarla de igual manera siempre que la necesitaba.

Cuando Sandra vuelve a la mesa, María le sirve un plato de potaje y llena dos vasos de vino tinto. Alza el suyo y lo hace chocar con el de Sandra.

—Salud, compañera.

—Qué anacrónica eres, María. —dice Sandra sonriendo.

—¿Y qué quieres que sea a mi edad, vanguardista?

Sandra la mira agradecida y come en silencio. María le da la espalda y prepara otro café. Tras unos momentos de complicidad muda, Sandra aparta el plato a un lado y carraspea antes de hablar.

—Abuela.

—¿Qué? —dice María sin girarse.

—He dejado a Jordi.

—¿Otra vez?

—No, María. Esta vez es para siempre.

—Ya. Y la anterior, y la anterior a la anterior...

—No seas bruja, abuela. Estoy jodida.

María siente el quejido a sus espaldas como una llamada de auxilio, Son tan iguales, piensa recordando a Alejandro. Deja la cafetera en el fuego y se sienta frente a su nieta mirándola a los ojos.

—¿Quieres hablar de ello?

—Quiero que me digas qué piensas.

—Hija mía —dice María acariciando el rostro de su nieta— ¿de qué coño te sirve lo que piense yo? Decidas lo que decidas es un asunto entre tú y tú.

—Querrás decir entre él y yo.

—No. Sabes muy bien lo que quiero decir. Él no pinta nada en todo esto, solo es el de turno, ¿me equivoco?

—Qué dura eres, María, ¿por qué no me dices nunca lo que piensas?

María frunce el ceño y, cogiendo a su nieta por la barbilla, replica.

—Eh, ¿de qué va este interrogatorio?, ¿desde cuándo te importa lo que yo piense?

—Siempre me ha importado y mucho. —contesta Sandra a la defensiva.

—Pues hija, lo has disimulado francamente bien. De todas formas, si de verdad te importa lo que yo piense, creo que deberías montar una ONG.

—Pero, ¿qué dices, abuela? ¿Me he perdido algo, a qué viene eso?

—Mujer, ya que te vas a dedicar a castigarte aguantando tipos que no te van, al menos institucionaliza tu esfuerzo y puede que la sociedad reconozca tu labor.

Sandra se levanta de un brinco, se dirige a la venta y pierde su mirada por la oscuridad de una noche apenas alumbrada por unas farolas simplonas que a duras penas merecen el nombre. María frunce los labios y hace chasquear la lengua.

—Sandra, hija mía, cómo esperas que pueda yo darte consejos si sigo pendiente de tu abuelo, después de tantos años y tanta sinrazón.

Sandra se sorprende ante la confesión de María y gira bruscamente sobre sí misma. La bata deshilachada de su abuela se abre dejando en libertad uno de sus pequeños senos que ella tapa de inmediato cruzando el tejido floreado sobre su pecho.

—¿Le sigues viendo?

—Sí. —contesta María enarcando las cejas y buscando un tono de justificación para sus palabras— Sus hijos lo han metido en una residencia y ahora sólo me tiene a mi.

—¿Sus hijos? —Sandra vuelve a sentarse frente a su abuela, interesada en saber más— Pero no era...

—¿Maricón?

—Bueno, yo no lo hubiera dicho tan bruscamente.

—Ya, tú fuiste educada por las francesas. Pues sí, lo era, pero no estéril. Tuvo tres hijos, además de Alejandro, dos varones y una hembra, pero desde que quedó viudo, éstos lo han relegado a un exilio forzoso. Me da mucha pena.

—Pero, ¿cómo se casó?

—Pues por la iglesia, supongo.

—Venga abuela, no seas mordaz, quiero decir que por qué lo hizo.

—Pues por lo mismo que se acostaba conmigo. Entonces debía desmentir los rumores entre sus camaradas de partido y cuando pasó de bolchevique ilustrado a señor importante, ¿cómo podía dirigir el negocio familiar sin ser un respetable padre de familia?

—¡Cuánta mierda! —exclama Sandra asqueada.

—La vida es dura, cariño. No siempre podemos ser como queremos. Te sorprenderías de cuánto podrías llegar a ver si no vivieras encerrada en ti misma, quejándote siempre como una adolescente llorona.

Mientras María, tras atacar a su nieta para hacerla reaccionar, va a apagar el fuego donde borbotea la cafetera, Sandra mira fijamente el retrato de Alejandro, sus bellos ojos rodeados de una tristeza oscura, y se da cuenta de lo egoísta que ha sido hasta entonces con su abuela que nunca contestó a las preguntas que ella no hizo por desinterés.

—¿De qué murió mi padre, abuela?

María se sobresalta. El repentino interés de su nieta la coge desprevenida.

—¿Qué quieres decir, qué tiene que ver tu padre en todo esto?

—No lo sé, María —dice Sandra escudriñando con la mirada el rostro de su abuela—, pero confío en que tú me lo dirás.

—Nunca has querido que te hablara de tu padre, ¿por qué he de hacerlo ahora?

—Porque, como tú has dicho, ya va siendo hora de que me haga mayor. Murió de sida, ¿verdad?

María se siente herida. Durante muchos años deseó poder explicar a la niña de sus ojos todo sobre su padre y ésta no quiso escucharla. Ella respetó su decisión y se acostumbró a guardar sus recuerdos como un secreto inescrutable, ¿A qué viene ahora ese repentino interés?, piensa cerrando los ojos y apretando las manos sobre su regazo. Sandra se da cuenta y, aunque lamenta hacer sufrir a quien más la ha querido, cree tener derecho a saberlo todo. Se levanta a por el café que María ha dejado abandonado sobre el fogón apagado y vuelve a besar a su abuela como lo hiciera antes de ir a la ducha.

—Venga abuela, ¡era mi padre!

—Nadie muere de sida. —contesta María alzando la cabeza y mesándose los cabellos grises y rebeldes con unas manos huesudas que un día fueron hermosas y siguen pintando bellos torsos desnudos— Murió de un paro cardíaco tras un cuadro agudo de infección en el aparato respiratorio. Pero, sí, fue a consecuencia del sida. Y además era maricón como su padre. Ahora ya sabes toda la verdad.

Sandra siente las últimas palabras como un golpe bajo. Siempre lo había sospechado, Posiblemente por algún comentario, piensa, que quedó en mi subconsciente a esa edad en la que los mayores no se esconden por considerar a los pequeños espectadores sin criterio y dejan caer palabras que los niños guardan en su cerebro, arrinconadas como trastos viejos en el desván donde se almacenan las cosas sin sentido y que, en algún momento de sus vidas, salen de su escondite y recuperan su significado. Tras salir de su abstracción, Sandra sirve dos cafés y va en busca del coñac que guarda su abuela para las ocasiones. Al volver se acerca a María y le susurra al oído, tratando de desdramatizar la situación.

—Abuela, ¿no sería más adecuado que dijeras homosexual?

—¿Por qué? —exclama María desafiante— ¿Te asusta llamar a las cosas por su nombre?

Sandra se da cuenta de lo doloroso que le resulta a su abuela revivir viejas historias que su carácter de luchadora incansable han mantenido a raya durante tantos años, pero que siguen al acecho dispuestas a apuñalarte el alma sin previo aviso a la menor ocasión. Sin embargo, no está dispuesta a desperdiciar la oportunidad que un encontronazo fortuito con un rubio anónimo de diseño le ha proporcionado para desenterrar viejos fantasmas y arrojarlos a la luz.

—Está bien —dice Sandra encogiéndose de hombros y encendiendo un cigarrillo—, dilo como quieras, pero dime, ¿lo sabía mi madre?

María vuelve a mirar a su nieta a los ojos. Durante los breves momentos de silencio se ha dado cuenta que no tiene derecho a ocultarle nada y menos echarle en cara que quiera saber. Suspira hondo y tras beber un sorbo de café y dar una calada al cigarrillo de Sandra, se dispone a correr el telón de la verdad.

—Lo supo después. Fue un duro golpe para ella, pobrecilla. Eran tan jóvenes y tan hermosos. Dos criaturas de quince años. Iban juntos al instituto. La engañó. Hizo que se enamorara de él. Inés se escapó de casa cuando supo que estaba embarazada y Alejandro me la trajo a mí. Yo sabía que no estaba bien esconderlos pero parecían tan felices y yo entonces tenía tantos pájaros en la cabeza. Hice mal, lo sé. Lo hecho, hecho está. Además, si la hubiera devuelto a su casa, sus padres la habrían obligado a abortar y tú no estarías aquí ahora.

—¡Joder! —exclama Sandra sintiendo como se le eriza todo el vello del cuerpo. — Y, ¿qué pasó después?

—Después todo se vino abajo. Cuando tú naciste, Alejandro, a pesar de su corta edad, se puso a trabajar en la construcción. Trabajaba más horas que un reloj y se comportaba como un padre de familia responsable y cariñoso. Sin embargo, pronto se impuso la realidad y Alejandro se enamoró locamente de un hermoso muchacho que le propuso irse con él a Marruecos. Tu madre no paraba de llorar y yo no sabía qué hacer. No era más que una niña. Una niña abandonada con otra niña a su cargo. Yo ya había pasado por eso pero tenía veinte años. No era lo mismo. Me di cuenta de que no podía disponer de vosotras. Inés ya tenía madre. Una madre que seguramente llevaba tres años sufriendo por la pérdida de su hija. La animé a que se pusiera en contacto con sus padres, Tú habla con ellos por teléfono y les explicas la situación, le dije, si crees que no te van a tratar bien, sigues aquí conmigo. Aquella tarde, la alegría de su sonrisa al volver de la cabina de teléfono, contrastaba fieramente con mi tristeza. Lo había tenido todo y me quedaba sin nada. Cuando sus padres vinieron a buscarlas, Inés mintió diciendo que me había conocido el día anterior y que yo las había recogido en mi casa hasta que ella pudiera contactar con ellos, que hasta entonces había deambulado por ahí, de comuna en comuna, y que no había vuelto a ver al padre de la niña. Sus padres no la escuchaban. Sólo querían recuperar a la hija perdida y llevarla de vuelta a casa para darle la protección que no le pudieron dar durante los últimos tres años. Me agradecieron el favor y se marcharon en su flamante coche sin dejarme siquiera la oportunidad de volver a ver a mis niñas. Más tarde, cuando Alejandro estaba ya en estado terminal, su romance en el país de los sentidos no tuvo un final feliz, fue a ver a tu madre y le imploró que te dejara conocerme. No sé si se apiadó de él o seguía enamorada, el caso es que aceptó a cambio de que su marido no supiera nunca nada. Yo pensé entonces que era mejor para ti no volver a verte, pero mi hijo murió tan joven y tuvo tanto empeño en que siguiera a tu lado. No sé, hija. A veces las cosas pasan sin que puedan evitarse, ¿sabes? Hay personas tan osadas que son capaces de romper todas las normas sin pararse a pensar que con ellas rompen también el corazón de quien más les quiere. Son personas encantadoras, siempre, pero hacen mucho daño.

Sandra siente un torbellino de emociones contradictorias en su interior. Desde que alcanzó la pubertad ha vivido adorando a su padre y despreciando a su madre, ¿cómo podía cambiar ahora esos sentimientos incrustados en su memoria?

—¿Por qué lo hizo, abuela, llegó a decírtelo?

María baja la cabeza.

—Sí. Dijo que eras un regalo para mí.

—¿Un regalo? —exclama Sandra escandalizada.

María alza la vista y al encontrarse sus ojos con los ojos de su nieta recupera la entereza.

—Sí, hija. Un regalo. Y, ¿sabes?, fue lo único en lo que tu padre no se equivocó. Si no hubiera sido por ti, no sé si habría sido capaz de seguir adelante cuando él murió.

Sandra se levanta, camina lentamente hasta María y se acuclilla ante ella, abrazándola por las rodillas y dejando caer la cabeza sobre su regazo. El silencio, necesario, las ayuda a recomponer las piezas de sus rompecabezas emocionales. María acaricia la cabeza de Sandra con cariño, recordando la cabeza del niño que perdió cuando Alejandro se dejó el pelo largo y se marchó a vivir su propia vida. Sandra se deja acariciar negándose a poner en claro sus ideas. Ya habrá tiempo, piensa. De pronto su abuela, recuperando el empuje de su carácter, le levanta la cabeza asiéndole el rostro con ambas manos y, besándola en la frente, exclama, ¡Niña!, que se nos enfría el café.

viernes, 15 de enero de 2010

EVA EN LA TIERRA (recopilación de cuentos)

Prólogo

Y Dios creó al hombre.


¡Ya está!, se dijo satisfecho, Te he creado a mi imagen y semejanza. Procura no hacer que me avergüence de ti.

El hombre, sin embargo, resultó demasiado débil para estar solo y Dios, misericordioso y harto de oír las quejas de su recién creada criatura, resopló molesto y dijo:

¡Está bien, hombre de Dios! Te arrancaré una costilla para que con el dolor recuerdes siempre que no te traerá nada bueno y crearé a la mujer. Ella te llenará de gozo, siempre que seas capaz de mantenerla bajo tus pies.

Era intención de Dios crear a un ser insípido que sirviera a las necesidades del hombre sin robar su atención. Un ser con los brazos fuertes para el trabajo y las piernas cortas para no irse lejos, que no pensara ni fuera capaz de reír o llorar. Sin embargo, en el momento justo en que la mujer se estaba formando, el demonio, ángel expulsado del cielo por insumiso y voluptuoso, sobrevoló con sus alas escarlata y esparció su sombra negra sobre la creación. La mujer tomó formas que escaparon al control de su escultor y sus curvas hechizaron a Adán, hijo de Dios. El creador enfadado hizo ademán de retenerlo, pero el muchacho, enardecido por la sonrisa tierna y pícara de su nueva compañera, renegó de él y corrió tras la muchacha desnuda de larga cabellera.

Juntos retozaron por los campos, descubriendo los dulces secretos del sexo con infinita alegría e ignorantes de la disputa que por ellos se entabló.

Él será dueño y señor de cuanto he creado, dijo Dios muy severo.

Ella será dueña de su corazón, replicó el demonio burlón.

Él poseerá la fuerza para dominarlo todo, siguió Dios amenazador.

Ella poseerá la picardía para cambiar la situación, volvió a replicar el diablo, que empezaba a enfadarse por la tozudez de su creador.

Ella menstruará con dolor, parirá con dolor y sufrirá por los hijos toda la vida. Además, no permitiré que entre en mi casa si no es cubierta y de rodillas, sentenció el Señor.

El demonio, que hasta entonces se lo había tomado a broma, lanzó una mirada retadora a Dios y, echando humo por la nariz y fuego por los dientes, contestó:

Eres vengativo, padre. No permites que nadie juzgue tu obra o te lleve la contraria. Está bien. Tú tienes el poder sobre el cielo y la tierra y estoy seguro que lo harás caer sobre sus cabezas, pero escúchame bien, por más que el hombre la humille, ella será su madre, la madre de sus hijos y quien despierte su pasión. Y cuando el hombre crezca y alcance el conocimiento, reconocerá en ella a la compañera que lo ayudará a salir de la oscuridad a la que los condenas. Entonces no desearán tu cielo, sino un espacio propio que compartir.

Así sea. Seguiremos esperando.



CUENTO 1



A LAS CINCO DE LA TARDE



Son las cinco de la tarde. El día empieza a declinar. La calle está tranquila, su situación de cuesta pronunciada hace de ese rincón un remanso donde el ritmo frenético de la ciudad se ralentiza. Soledad sube y, aunque la idea de haber roto con su novio de siempre la hace sentirse más ligera que de costumbre, sus piernas cansadas de trajinar de un lado a otro tras el mostrador de la panadería desde las siete de la mañana la obligan a andar con lentitud. Empieza a lloviznar y eso hace que el día resulte desapacible. Soledad no está tranquila, camina y mira en todas direcciones. Está asustada. Pasará el tiempo y todo se olvidará, ya verás, le decían sus compañeras hacía apenas un rato, pero ella sigue temiendo a Tomás. Si me dejas te mato, le había dicho una y otra vez su novio de siempre y ella, por miedo, permitió que se prolongara una relación que en su corazón había muerto desde que alcanzó los veintitrés y con ellos la madurez para darse cuenta de que no podía seguir arruinando su vida.

Los edificios empiezan a oscurecer con la lluvia fina y persistente. Soledad sigue subiendo y observando recelosa a cuantos pasan a su lado. Aprieta contra su pecho el bolso de ante marrón envejecido por el uso cotidiano, no porque tema que le roben, no lleva nada que sienta perder. Se trata de un movimiento instintivo de protección. Los transeúntes que pasan en dirección contraria dirigen sus miradas hacia su rostro, deslumbrados por la luz de sus ojos verdes como las aguas de un lago. En otra situación no hubiera ocurrido porque Soledad, tímida como es, se ha acostumbrado a mirar hacia abajo para no llamar la atención, pero ese día Soledad no está tranquila. Pensar en la proximidad de su casa la reconforta mientras sigue subiendo y la lluvia acrece mojando sus cabellos rubios, dejándolos apelmazados y pegados a su piel. Nunca antes se había dado cuenta de cuánto se aprecia la casa de uno, donde las personas te conocen bien, saben de tus debilidades y te aceptan porque eres tú. No se asombran ante tus ojos grandes y verdes como las aguas de un lago. Todo lo más algún comentario del padre cuando eras pequeña, Hay que ver los ojos que tiene esta niña, son como los de la abuela Concha.

Con esos pensamientos va Soledad alcanzando su destino poco a poco. Antes de doblar a la derecha, gira la cabeza para echar una ojeada al recorrido de cuesta andado, como el alpinista que observa con satisfacción el paisaje en el que solo él puede apreciar el esfuerzo realizado para alcanzar la cima. Al volver y mirar al frente, Soledad nota un empujón violento y un golpe fuerte en el estómago, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo. En su mente se alborotan los pensamientos de tal forma que le resulta imposible discernir qué está ocurriendo. Frente a ella un rostro que la acompañó siempre. Se conocen de toda la vida. Crecieron sabiéndose el uno para el otro. De pequeños él la protegió de todos. Nadie se atrevía a meterse con la chica de Tomás. Con el tiempo él cambió. Nadie supo qué pasó. Quizás las drogas. Tal vez la imposibilidad de procurarse un empleo fijo que le permitiera dar a su reina cuanto ella merecía. Ella siguió soñando con que él cambiaría. Él se endureció, se tornó violento y solo deseaba mantenerla encerrada en un puño para no perderla. Ella decidió dejarlo y rehacer su vida. Él convirtió su amor en odio y perdió las riendas.

Sin darse cuenta, Soledad deja caer el bolso de ante marrón desgastado por el uso cotidiano, del que se escapan un lápiz de labios y un monedero que contiene apenas doscientas pesetas. El monedero, barato, de plástico imitando piel, se queda inerte bajo la lluvia, manchándose con el barro llevado hasta allí por pies anónimos que bajan cada día desde los límites de la ciudad. El lápiz de labios, debido a su redondez, rueda cuesta abajo perdiéndose en la distancia, acompañando su huida con un tintineo metálico que podría haber sido alegre si esa tarde hubiera hecho sol y Soledad nunca hubiera conocido a Tomás.

Varias personas se acercan cautelosas, con la curiosidad y el miedo pintados en el semblante. Una señora mayor, acostumbrada a dar órdenes a los más jóvenes, no para de gritar, ¡Llamad a la policía, llamad a la policía! Una mujer, joven aún a pesar de su edad aparente, mira a Tomás con llanto negro en los ojos y el cuchillo clavado en el alma. Es difícil entender por qué matan a tu hija, pero no lo es menos comprender por qué mata tu hijo. La mujer, aturdida, se apoya en la pared y se deja caer sin fuerzas para sostener su propia pena. Tomás la mira suplicante, luego baja la cabeza, se hinca de rodillas postrándose ante los restos de su acto brutal, y besa a su novia de siempre en los párpados bajo los que se ocultan los ojos verdes como las aguas de un lago que él no se resignó a perder. Soledad casi no oye ni siente. El vocerío de las gentes le llega amortiguado por el desfallecimiento que se la lleva lentamente. La lluvia arrecia como un llanto fiero que trata de lavar las almas de cuantos se arremolinan alrededor de la tragedia y abocan sobre la víctima sus propias desgracias, reflejadas en la sangre joven que el agua arrastra cuesta abajo. Nadie se percata de su propio cuerpo mojado. Todos los ojos están puestos en los ojos cerrados que no volverán a ser verdes ni a apartar tímidamente la mirada de las miradas de otros. Las voces que antes han sido fuertes y airadas se van silenciando a medida que la realidad se hace más patente. Ante la calma, apenas arropada con murmullos imperceptibles, el grito desgarrado de una mujer que reconoce en la muerta a su niña, devuelve al momento la sonoridad que la lluvia y el desvelo han acallado. Un muchacho muy joven se abalanza sobre Tomás golpeándole con furia, ¡Hijo de puta, la has matado! ¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! Dos policías irrumpen en mitad del drama y cogen al muchacho en volandas. Tomás se siente perdido como un conejo deslumbrado por los focos de un coche en la carretera. Desea morir para no pensar. La madre de Soledad intenta acercarse desesperadamente pero uno de los agentes, ayudado por alguien que observa los acontecimientos abatido ante la imposibilidad de volver al principio, la arrastran asiéndola por la cintura y un brazo. Apenas llega a rozar con la punta de sus dedos los pantalones de color rosa, empapados, de su hija. Entre varias personas, conocidos y voluntarios espontáneos, tratan de ayudar a la mujer alejándola del lugar de los hechos, sin caer en la cuenta de que una madre sólo desea llegar hasta su hija y morir con ella. Las gentes se van multiplicando. Las sirenas de varios coches patrulla, llamados como refuerzo para contener al gentío, se mezclan con las de la ambulancia que acude a recoger el cuerpo, aunque deberán esperar a que lleguen el juez y el médico forense.

Soledad ya no piensa, su cuerpo ha perdido todo vestigio de vida. Patricia, su hermana pequeña, la observa por una rendija que se abre entre las piernas de varios agentes que custodian el cuerpo yerto. Sentada en el bordillo de la acera de enfrente, piensa, Menos mal que está muerta. Con lo tímida que es, se moriría de vergüenza si se viera así tirada en el suelo delante de tanta gente. Algunas personas increpan a Tomás. La policía las hace callar y encierra al muchacho en un coche de cristales oscuros que no permiten ver nada desde fuera. Llega un coche negro. Las autoridades realizan su cometido. Al rato llega otro coche del que bajan dos personas a toda prisa, una lleva una cámara, la otra un micrófono. Han llegado tarde. La ambulancia acaba de cerrar las puertas llevándose a Soledad en su último viaje y a Tomás le llevan los policías hacia su destino, donde acabará de malograr una vida que fue incapaz de sobrellevar.

Los periodistas, molestos por no haber llegado a tiempo, filman el trozo de suelo donde hace apenas unos momentos yacía Soledad. No ha dejado huellas. La sangre se ha ido cuesta abajo, desapareciendo a través de las rejas que atraviesan la calle y dan al alcantarillado urbano. La mujer del micrófono intenta entrevistar a los espectadores más rezagados. Éstos guardan silencio, le dan la espalda y se marchan a sus casas mirándose las puntas de sus zapatos mojados.

Abajo, atrapado en las rejas por donde huyó la sangre de Soledad, ha quedado el lápiz de labios que ya nadie echará de menos.

jueves, 14 de enero de 2010

COMO LAS OLAS

Intentaba distraerme para no seguir pensando en lo mismo de siempre. El trabajo, el futuro, la soledad, las posibles equivocaciones en las decisiones tomadas. ¡Qué sé yo! ¿Por qué damos tantas vueltas a las cosas? Un día oí decir a mi jefe de entonces, nada aconsejable por otro lado en lo concerniente a filosofía de vida porque si hay alguien que encarne el barriguismo más mezquino ese es él, sin embargo aquél día le oí decir algo que, creo, estaba cargado de razón. Alguien se lamentó de lo mal que iban las ventas y de la cantidad de problemas que producían las cada vez mayores dificultades para llegar a las cifras establecidas y dijo que nos imagináramos si encima estuviéramos en guerra. Mi jefe, sin siquiera molestarse en mirarle a la cara, le contestó, Si estuviéramos en guerra no tendríamos todos estos problemas, no nos preocuparía otra cosa más que sobrevivir. Es cierto, aquél día tuvo razón, claro que se lo pusieron a huevo con las tristes comparaciones entre un grupo de trabajadores histéricos y egocentristas preocupados por la reducción de sus comisiones y una sociedad envuelta en una guerra cruel que dejó a un supuesto país dividido en muchos pequeños países dispuestos a seguir odiándose entre sí más allá de la contienda. Acababa de estallar la guerra en Sarajevo, aquella ciudad tan bonita que solo conocíamos por los juegos olímpicos de invierno. Hay que ser memo para comparar una cosa con otra. Pero así son mis compañeros de trabajo, pelotas, egoístas y cabezas huecas. Es posible que no sea justa al juzgarles, además, también estoy yo en el mismo barco, como suele decir el director general cada vez que los del comité de trabajadores le planteamos una reivindicación. Harta de la frasecita le espeté un día con cierta rabia contenida, Sí, es cierto que vamos todos en el mismo barco, pero unos van en primera clase y otros hacinados en la bodega. No le hizo mucha gracia, no. De hecho, no le solían hacer gracia mis comentarios en general, como otra vez que denuncié que las intenciones de la empresa eran lograr las máximas ganancias de forma inmediata sin preocuparse de qué pasaría en el futuro porque la dirección central estaba formada por un grupo de vejestorios que para cuando la empresa se estrellara ya estarían ellos a cubierto con un retiro de oro, que si la empresa no iba bien, en lugar de despedir a los trabajadores que son los únicos que producen, debían despedir a la dirección que son los responsables del fracaso. Me contestó muy molesto, yo diría que con mucha ira, ¡No consiento que nadie ponga en duda mi capacidad profesional ni mi ética en la ejecución de mis funciones! No se altere usted, le contesté con sorna, yo hablaba de la dirección central y, que yo sepa, usted no es más que el director de una sucursal, o sea, un mandao. Mejor pagado, eso sí, pero un pringao como nosotros, ¿me equivoco? Entonces intervino de urgencia el director de recursos humanos, muy ducho en apagar fuegos, Por favor, por favor, volvamos a la negociación y dejémonos de acusaciones y trifulcas. ¡Trifulcas, ja,ja,ja,ja,ja…! Conociéndolo, qué poca gracia le debió hacer a nuestro director que mentaran la defensa que acababa de hacer de su dignidad profesional como una trifulca.

No tengo remedio, llevo media hora metida en este maldito autobús, atascados como estamos en la Diagonal de las seis de la tarde. Intento dejar de pensar en cosas desagradables, como me enseñaron en las clases de meditación en La Casa del Tíbet, y no dejo de recordar mi estúpida vida laboral. Si no lloviera bajaría en la siguiente parada y seguiría andando, pero caen chuzos de punta y hace un frío de mil demonios, así que… Cuántas veces he soñado con que me llegara una carta que dijera: “Lamentamos comunicarle que ha muerto su tía Fulanita de Tal. Siendo usted su pariente más próximo, acaba de heredar toda su fortuna, una casita blanca con puertas y ventanas azules en la playa y una pensión vitalicia que no la hará rica pero le permitirá vivir sin trabajar.” ¡Ah, qué maravilla! La primera semana me la pasaría durmiendo. No me molestaría ni en volver al trabajo a recoger mis cosas. Que se queden con todo. Cuando enviaran a alguien a casa para saber porqué no iba al trabajo, lo vería por la mirilla y no abriría la puerta. Cuando me llamaran por teléfono, como ahora tenemos el chivato tan de agradecer que te permite decidir si te interesa contestar o no… Para cuando decidieran enviar a la policía ya me habría mudado a la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa y cuando me localizaran allí los mossos, les diría compartiendo una dulce y fresca limonada, ¿creéis que puedo volver a aquella inmundicia teniendo aquí este trocito de cielo? Ellos se encogerían de hombros, qué les importa si me quedo o vuelvo?, me agradecerían la amabilidad por la hospitalidad con que les había recibido y volverían al mundanal ruido a pasar el parte, “La desaparecida ha sido encontrada en una casita blanca con puertas y ventanas azules en la playa, de su propiedad, que heredó de su tía la Señora Fulanita de Tal. Renuncia a toda relación con la empresa X y con todo su mundo anterior, incluidos los ex y el de ahora con quien, al parecer, mantiene una relación estable aunque no muy amorosa. Dado que no se ha podido probar que haya cometido ningún delito, se mantiene el anonimato de su paradero como ha demandado la interesada. A la empresa X se le hace llegar el mensaje de que no quiere ni un duro de lo que le deben, que se lo metan por donde les quepa y a su pareja actual decirle que no trate de encontrarla porque aunque logre encontrar su cuerpo ya nunca podrá alcanzar su alma que vuela con las gaviotas muy alto todos los atardeceres de verano y duerme refugiada en los acantilados contemplando la luna y las estrellas para volver a alzar el vuelo a la salida del sol. Su alma, claro, ella duerme en la cama tan ricamente. Una cama a la que ha cambiado el colchón de lana por otro de látex, que dice la interesada que el romanticismo no está reñido con el confort. Habiendo constatado pues que la desaparecida hallada en la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa es mayor de edad, está en su sano juicio y no ha hecho daño a nadie ni representa un peligro social (cosa que no importaría demasiado porque la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa queda, afortunadamente según opinión de la interesada, muy alejada de la sociedad), se cierra y sella este atestado haciendo constar que nadie, fíjense bien, NADIE tiene o tendrá derecho alguno a buscar, localizar y molestar a la desaparecida hallada en la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa.” Una vez aclaradas las cosas, me instalaría delicadamente y con decisión sobre mi nueva vida como la mamá ave si aposenta sobre sus huevos para darles calor y hacer brotar la vida de ellos. Mis frutos no serían pollitos sino cuentos de azul celeste con guirnaldas color salmón. Letras para canciones que viajaran por todo el mundo expresando lo que siento y cuánto desearía amar y ser amada si el amor fuese verdad. Escribiría mis cuentos sobre la arena y también en una libreta porque todo lo que hay en la arena se lo lleva el agua cuando sube la marea. Antes de retirarme a mis sueños, compraría un montón de libretas de esas que tienen rayas, odio las que tienen cuadritos, y un montón de tinta para mis plumas. Escribiría a mano. Porque sí. Porque es mucho más sensual, más hermoso. Te da más tiempo a pensar. Te permite escribir a un ritmo tranquilo y relajado. Bueno, no siempre. Hay que reconocer que a veces una se embala y se rompen las puntas de las plumas. En esos casos es mejor escribir con el portátil. Por si acaso, me lo llevaré conmigo. Todo lo demás lo dejo en casa. Hasta los libros. Esos libros que me han acompañado desde hace años y que no quiero volver a leer porque quiero reinventar mi vida, o lo que me quede de ella. Llueve a cántaros. El cristal de la ventana se ha empañado y no veo nada del exterior. Este pequeño matiz de la realidad del más estricto presente me hacen volver. ¡Dios, qué rabia! Llego tarde a la cita y ni siquiera estaba segura de querer asistir a la reunión. Siempre me pasa lo mismo, sufro de un sentido enfermizo de la responsabilidad. Mi abuela siempre decía, Esta niña tiene tendencia a meterse en camisas de once varas. Qué razón tenía la pobre. No he sido capaz de negarme o de llamar con cualquier excusa para librarme de la reunión de marras y ahora estoy aquí, prisionera del tiempo en un autobús atestado de gente y totalmente agobiada porque odio llegar tarde a cualquier sitio. Limpio el cristal de la ventana con el dorso de la mano y mis ojos se cruzan con sus ojos. Nuestras miradas se congelan durante unos instantes que no sabría decir si fueron pocos o muchos. El ve que le miro y no aparta la mirada. Yo veo que me mira y soy incapaz de mirar hacia otro lado. La Diagonal es un caos de cláxones furiosos, motores encabritados, ceños fruncidos, bocas arrojando improperios. Los pasajeros del autobús muestran desasosiego, se discuten, se miran con desprecio o desdén unos a otros. Y en medio de aquél infierno mojado, siento una descarga de adrenalina que no sentía desde la adolescencia. Sin apenas darme cuenta empiezo a tararear la canción maravillosa que emociona hasta a las piedras cuando la cantan Serrat y Noa, “Tanto tiempo esperándote, tanto tiempo esperándote…” Le sigo mirando con descaro mientras canto en murmullos, “Fue sin querer, es caprichoso el azar, no te busqué, ni me viniste a buscar. Tú estabas dooooonde no tenías que estar..” Finalmente me sonrió. No sé si porque pretendía decirme algo o porque le hacía gracia verme cantar sin oírme. ¡Qué guaaaaapooooo! Si hubiera sido capaz de aporrear la puerta del autobús hasta lograr que el conductor, harto de mi escándalo, la abriera y me permitiera salir corriendo, ir directamente al coche negro, abrir descaradamente la puerta y entrar diciendo, Ya estoy aquí, mi amor. Sin embargo, lo que ocurrió fue todo lo contrario. Un imbécil de entre los pasajeros le había pedido al conductor que abriera para poder salir porque estaba ya harto del atasco y el conductor, lejos de abrirle para dejar de escucharle, le contestó con cajas destempladas, ¡De aquí no se baja nadie hasta que lleguemos a la parada! El ofendido pasajero empezó a largar por su boca todas las palabrotas que había aprendido a lo largo de su larga vida y yo, tonta del culo, durante el momento que aquél sainete barato llamó mi atención, perdí de vista a mi galán. Me pasé el resto del trayecto hasta la siguiente parada intentando localizarle entre la amalgama de coches que se movía lentamente por la sufrida Diagonal, pero no lo encontré. Aún así bajé porque creí tener la sensación de que se había quedado atrás. Mojándome como una imbécil, había tanta gente en la parada que si procuraba ponerme a cubierto no podría verle pasar, me dispuse a controlar con atención a todos los coches que se acercaban. Cosa nada fácil porque entre ellos y yo había una fila interminable de autobuses. De repente, un coche encabritado invade el carril bus con malos modales y acelera para adelantar a sus congéneres de forma antirreglamentaria. Con el acelerón pisa fieramente un charco que se ha formado en el trozo de la calzada que tengo justo a mi lado. ¡Es él, viene a por mí! De la ilusión infantil paso a la frustración y al enfado. En efecto, es él. Y en efecto, me pone perdida de abajo a arriba con el agua sucia que escupe con su actitud incívica. Además, ni siquiera me ve. Y si me ha visto todavía peor porque su ultraje es aún más condenable si se ha perpetrado con alevosía. La nocturnidad ya la pone la tarde de otoño que de gris plomo ha pasado a negro antes de que den las siete. Me entran ganas de llorar. Me siento como una niña pequeña a la que le acaban de decir que no se haga ilusiones, que son mentira los Reyes, Papá Noel, el niño Jesús y todas las mandangas con que le han acurrucado desde que nació hasta que a los mayores les pareció que debía empezar a perder la inocencia. La gente va marchando, los coches y autobuses van desapareciendo y la noche se va cerrando. Me quedo sola, tiritando de frío y sin saber qué hacer, si volver a casa o desaparecer. A la reunión lógicamente no hace ya ninguna falta que vaya. Me siento como una auténtica ruina cuando suena el móvil. Al principio no lo cojo y dejo que suene. Poco a poco me puede la curiosidad y miro a ver quién me está llamando. Es él. Es mi marido. Empiezo a echarle de menos. Puede que no sea tan mala mi vida con él. Puede que la parte negativa se deba más a mis fantasías que a la propia realidad. Siempre ha sido bueno conmigo. Y paciente, muy paciente. Vuelve a sonar el teléfono. Insistentemente. Está preocupado por mí, pienso. Finalmente contesto ¿Sí? Hola, ¿qué haces, dónde estás, por qué no contestas al teléfono? Me tienes muy preocupado, han llamado tus compañeros para preguntar porqué no has ido a la reunión. Yo, balbuceo, yo… no sé. No sé qué me ha pasado. Bueno, dice él para facilitarme las cosas, es igual, ya hablaremos, pero dime por favor si estás bien. Dime dónde estás y si quieres que vaya a buscarte. No, le digo, no vengas a buscarme. Me voy a la casita blanca con puertas y ventanas azules de la playa. ¿Qué casita, de qué coño me estás hablando?, dice él con tono de enfado y preocupación, Oye, por el amor de Dios, dime dónde estás y te paso a buscar. En ese momento pasa un taxi y lo paro mientras cierro el móvil. El taxista duda unos instantes porque estoy empapada pero tal desolación debe ofrecer mi aspecto que, moviendo negativamente la cabeza, el hombre para y se dispone a llevarme aunque le deje la tapicería echa un desastre.

En cuanto puse la llave en la cerradura, oí los pasos de él acercándose a la puerta. Hola, dije simplemente. Hola, contestó él esforzándose por no agobiarme con el interrogatorio que delataba su mirada. Se limitó a preguntarme ¿estás bien? Sí, le dije, no te preocupes. Seguramente pillaré un buen constipado pero estoy bien. De hecho estoy mucho mejor que antes. Ya te explicaré. Como quieras, me contestó él intentando apartar la mirada para no seguir delatando su honda preocupación por mi actitud, Hay cena hecha, ¿te la caliento un poco? ¿Tú ya has cenado?, le pregunto. Sí, contesta casi furioso como diciendo vivo mi vida sin ti. Yo le miro intrigada por su actitud. Nunca fue bueno mintiendo y entonces él cambia el semblante y dice, Bueno, no, lo cierto es que no he cenado porque desde que llamaron tus compañeros estaba muy preocupado. Pues prepara la cena para los dos, le digo, y abre una botella de vino bueno. Como mañana estaré enferma y no podré ir a trabajar, voy a darme una buena ducha, cenamos tan a gustito y después nos vamos a la cama y recobramos los viejos tiempos, ¿te parece? El no deja de mirarme, con unos ojos asombrados por mis palabras y mi actitud de gata caliente en el tejado de zinc. Me acerco a él, deposito un suave beso en sus labios y le digo al oído, Tú eres mi casita blanca con puertas y ventanas azules en la playa. Te quiero. Él, como siempre, no sabe qué decir pero me abraza con fuerza y me besa con pasión. No tiene palabras. Nunca las tuvo. Ya las pondré yo las palabras. Eso puedo hacerlo. La solidez que pone él, no. Ahora lo veo más claro que nunca. Él es roca, yo soy agua. Él siempre estará aquí, yo iré y volveré como las olas.



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Soy buena gente. Admiro por encima de todo a las personas capaces de ayudar a los demás y después la inteligencia. Detesto a quienes creen estar por encima de otros o de vuelta de todo. Mantengo viva a la niña que fui porque no hay mayor tristeza que olvidarnos de nosotros mismos. Somos lo que somos, producto de lo que fuimos. Nada más, que no es poco.