En casa no había abundancia, qué abundancia podía haber si ni siquiera había luz eléctrica. Aún guardo en el recuerdo la luz mortecina del carburo con que mi madre se alumbraba en la cocina y el quinqué que paseábamos de una estancia a otra para no andar a tientas. Pero lo que sí había eran ganas de vivir. Sobre todo por Navidades, cuando las mujeres sacaban de donde no había y se organizaban unos saraos memorables.
El momento cumbre de aquellas fiestas era la celebración de la Nochebuena. La mayor parte de la comunidad de La Perona proveníamos del sur y no se habían desarraigado aún las viejas costumbres. No faltaba de nada aquellos días, lo que no existía se inventaba y dónde escaseaba la materia sobraba la fantasía. Los licores se hacían en casa a base de esencias, alcohol, agua de azahar y azúcar de caña. Los mantecaos ¡qué buenos! los preparaban las madres en casa y, junto a las rosquillas de vino y anís, se llevaban a cocer al horno de la panadería porque los pequeños fogones de petróleo no daban para tanto. Daba gloria ver a todas aquellas mujeres humildes acarreando con orgullo sus bandejas de mantecaos en lo alto de la cabeza. Era un trajín de alpargatas de aquí para allá, sorteando con habilidad a los niños que, corriendo unos tras otros, hacíamos de la calle nuestro hábitat natural. Cuando volvían de la panadería, las mujeres tenían que proteger aquellas delicias para evitar el asalto de los mocosos que, como moscas a la miel, éramos atraídos por el aroma que despedían los cestos.
Después de tanto jaleo llegaba la Nochebuena. Nuestras madres se engalanaban. Se pintaban los labios con carmín, rojo como amapolas, se peinaban con ondas que estaban de moda y se colgaban sus zarcillos finos y sus gargantillas de oro barato o de coral. Los chiquillos las veíamos como a reinas y los maridos, animados por la alegría y el licor casero, presumían de lo guapa que está mi hembra esta noche.
Los cantos subían de tono a medida que bajaba el nivel de las botellas. Las pasiones se desataban y las mujeres seducían a los hombres con miradas calientes y movimientos de cadera que producían un no sé qué en los sentidos, sin que nadie tocara a nadie, que la carne es pa mirarla pero tocar solo toca el mario. A las tantas de la noche, cuando la diferencia de temperatura entre la fiesta y el exterior empañaba todos los cristales de la casa, aparecía Alonso en escena. Las mujeres lo besaban sin pudor bajo la mirada indiferente de sus maridos, los hombres lo saludaban condescendientes y los niños formábamos un gran alboroto. Es marica, decían los mozalbetes que empezaban a despuntar a la virilidad y presumían de haber descubierto un secreto que conocían hasta las aguas del río. Alonso llegaba con restos de maquillaje en el rostro, más tarde supe que actuaba en algún tugurio del Paralelo y que, en cuanto acababa la función, cogía un taxi y venía a celebrar la Nochebuena con su gente.
Y qué es ser marica, pregunté yo con mi voz chillona de seis años. Todas las miradas se volvieron hacia mí. Alonso se echó a reír, se agachó, me cogió la cara entre sus manos suaves y mirándome con mucho cariño me dijo, Ay mi carita de rosa, qué pregunta tan difícil para una criaturita como tú. Yo soy ser marica. No te asustes mi perla, no es nada malo. Las risas arreciaron y se multiplicaron las voces que gritaban ¡canta Alonso! Y Alonso se irguió, se llenó los pulmones, alzó la cara con aire de estrella y arrancó a cantar con un sentimiento que aún me conmueve al recordarlo.
Por qué has pintao tus ojeras,
la flor de lirio real.
Por qué te vistes de seda,
Ay, Campanera, por qué será...
A pesar de los comentarios y los cuchicheos, todos amaban y respetaban a Alonso, al menos que yo supiera, y yo crecí sabiendo que la vida valía la pena mientras tuviera a mi madre, mi calle fuese un espacio abierto por el que corrían mis fantasías de niña, y Alonso siguiera apareciendo a las tantas de cada Nochebuena.
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- Julia
- Soy buena gente. Admiro por encima de todo a las personas capaces de ayudar a los demás y después la inteligencia. Detesto a quienes creen estar por encima de otros o de vuelta de todo. Mantengo viva a la niña que fui porque no hay mayor tristeza que olvidarnos de nosotros mismos. Somos lo que somos, producto de lo que fuimos. Nada más, que no es poco.
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2010
(18)
- ► septiembre (2)
4 comentarios:
La perla de la inocencia
Sí Antonio, gracias por venir por aquí.
Un beso
Muy bonito! Los recuerdos de la niñez,(los buenos claro), forman siempre parte de tu esencia como persona y siguen contigo hasta el fin de tus días. No mueren nunca hasta que tu no lo haces. Lo malo, es que los que no son tan buenos, ¡también se quedan ahi para los restos!
Esta muy interesante el blog, lo he encontrado a través del de Antonio.
¡Un saludo!
Los recuerdos de nuestra infancia tanto buenos como malos siempren quedan como si hubieran ocurrido hace unas horas. Un beso, amiga catalana.
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