EL CASO DE DOROTHY GLAMOUR
La mañana no promete nada bueno. Está nublado y la humedad, procedente del callejón largo y estrecho que separa la comisaría de una pensión miserable, se filtra por las paredes de la habitación en la que son interrogados los detenidos de paso.
El comisario Rodriguez, rascándose con parsimonia la barba incipiente, trata de mantener el temple y no dejarse vencer por el estado nervioso que empieza a hacer mella en él. Está cansado. La noche ha sido larga y no encuentra la manera de hacer hablar al detenido para acabar de una vez con todo aquello e irse a dormir. Lo mira con piedad. Le conoce desde hace mucho y le cae bien. En otra situación habría sido incluso benévolo con él, le habría gastado algunas bromas con malicia pero sin mala intención, y hasta puede que le hubiera invitado a desayunar, pero esa mañana le duele el estómago, siente la cabeza a punto de estallar y a sus pulmones llega el aire con dificultad de tantos cigarrillos como se ha fumado durante la noche. Esta vez el asunto que ha llevado allí a Dorothy Glamour es grave.
Vuelve a encender un cigarrillo, aspira hondo, llenando de humo y nicotina los pocos huecos que quedan en sus vías respiratorias, y mira al callejón con ojos cansados. Entre la ligera cortina de humo que expulsa de su interior, ve una rata que sale de la pensión por una ventana a ras de suelo, Esos cerdos, piensa, las alimentan tan bien que un día vendrán aquí y nos comerán a todos.
—Bien, amigo mío...
Dorothy alza la mirada asombrado y molesto.
—Está bien, a-mi-ga —dice el comisario apretando los dientes e intentando armarse de paciencia para no arrearle un par de guantazos al detenido—. Déjate de tonterías y vayamos al grano que empiezo a estar harto de todo esto. Seas amigo o amiga, te van a empapelar en cuanto entres en el talego, así que sé buena y explícame todo lo que pasó. Te aseguro que tengo más interés que nadie en sacarte de esta. No me parece justo que tengas que ir a la cárcel por aquella mierda, pero la ley es la ley. Ya lo sabes ¿no?
—Ya se lo he dicho comisario, le he dicho todo lo que sabía.
—¡Calla! No vuelvas a tratarme como a un gilipollas o te vas a arrepentir, ¿entendido? Te he dicho que me digas qué pasó y sin pamplinas, o te largo ahora mismo al calabozo y te dejo en manos del abogado de oficio.
Dorothy Glamour se da cuenta de que no puede seguir jugando con la paciencia del comisario. Es un buen hombre, lo sabe. Siempre la ha tratado bien. Si esta vez se muestra duro con ella es porque sabe leer su pensamiento y está seguro de sus mentiras. La idea de ponerse en manos de un abogado de oficio teniendo a todo el cuerpo de policía en contra le provoca escalofríos. Se levanta sobre los tacones de diez centímetros, mira al comisario Rodriguez con la cara alta pero con respeto y, tras pedirle un cigarrillo con gestos, empieza a andar despacio con una elegancia que el comisario Rodriguez hubiera deseado para su mujer y sus dos hijas adolescentes.
—Pues bien, después de lo ocurrido el día anterior.
—¿El qué? —se apresura a objetar el comisario que no quiere perder el control de la situación.
—Mi novio me abandonó.
El comisario Rodriguez suspira resignado, no acaba de acostumbrarse a la normalidad con que Dorothy Glamour desempeña su papel de mujer.
—Está bien. Sigue, sigue.
—Entré en el bar dispuesta a no volver a casa sola. Atravesé el umbral al estilo Clint Eastwood.
—¿Qué quieres decir? Déjate de metáforas y ve al grano.
—Si me va usted a interrumpir continuamente, me va a confundir.
—Vale, vale. Ya me callo. Sigue.
—Una vez inmersa en la penumbra y rodeada de ruido, alcé el mentón, agudicé la vista y escudriñé el local de un extremo a otro, cual ave de rapiña en busca de presa.
—¡Ya!
—¿Qué?
—No, nada, nada. Sigue.
—Me conocía aquel antro como la palma de la mano, así que no había macho que pudiera escapar a mi vista de pájaro. De pronto, mis ojos se quedaron quietos, clavando la mirada, afilada como hoja de afeitar, en la última mesa a la derecha. ¡Mala puta! —Dorothy Glamour cambia el semblante, pasando de cordera asustada a vampiresa en acción— Allí estaba ella, tan fina, tan coqueta, con su cabeza hueca enfundanda en unos bucles rubios, sintéticos, y la nariz más empolvada que la carretera del pueblo. A su lado, aburrido, con la mirada perdida en el fondo de un vaso de jotabé, el imbécil de Arturo intentaba aparentar una gallardía que, él y yo lo sabíamos, perdió cotización desde que alcanzó los cuarenta y se cansó de ir al gimnasio.
—¿Quién es Arturo?
—¡Comisario, por Dios! No me interrumpa más que me va usted a cortar la inspiración. Mi novio, hombre, mi novio.
—Ah, él —dice el comisario Rodriguez a punto de perder los estribos.
—Calle usted, señor comisario. No hurgue en mi herida que aún sangra de dolor.
El comisario Rodriguez se remueve en su asiento, mira al techo, respira hondo y enciende otro cigarrillo. Dorothy Glamour le sigue sorprendiendo con sus cambios de actitud. Ahora vuelve a ser una mujer asustada. Si no fuera por el aprecio que le tiene, de qué iba él a aguantar tanta perorata. Se encoge de hombros y le hace señas al detenido para que continúe. Este alza el rostro dispuesto a buscar en su memoria la imagen de mujer fatal que le ayude a representar su papel y camina despacio dando la espalda al comisario que se emboba unos instantes al contemplar las magníficas curvas y sugerente espalda desnuda del detenido. Temiendo ser un pelele en manos de tan extraño, aunque familiar, personaje, trata de encontrar el tono más adecuado a su voz para imponer disciplina.
—¡Eh, tú! Acércate y siéntate que me estás poniendo nervioso. Aquí, siéntate aquí en frente de mí. Así puedo mirarte a la cara cuando me hablas.
Frunciendo los labios con descarada coquetería, Dorothy Glamour se sienta en la silla que el comisario Rodriguez coloca frente a él y cruza las piernas. El comisario se inquieta y las gotas de sudor resbalan por su espalda pegándole la camisa al cuerpo. El detenido, pese a las preocupaciones del momento, se regocija por causar en él esa turbación que el comisario, por supuesto, jamás sería capaz de reconocer; antes se dejaría cortar una mano.
—Ay, no sé por dónde iba, señor comisario.
—Por Arturo, ibas por Arturo —replica el comisario que respira con dificultad y se coloca bien los atributos masculinos para no delatar la ligera erección de su miembro frente a las hermosas piernas, depiladas con láser, de Dorothy Glamour—. Va, sigue, sigue.
—¡Ah, sí! —contesta el detenido balanceando una pierna sobre otra y no perdiendo detalle de los apuros del comisario— Bueno, pues como decía, Arturo ya no era el mismo, pero a mí me seguía gustando, ¡si seré gilipollas!, y nunca le perdonaré a aquella furcia que me lo quitara aprovechándose de un mal momento en mi cuenta corriente. Así que me ajusté bien el vestido, me coloqué bien las tetas y me dispuse al ataque. Con paso bamboleante, a modo de serpiente, me dirigí hacia ellos, ¡Querida!, ¿cómo estás? ¡Ay, chica, pero qué bien te sientan los rizos, si pareces un ángel! Ella me miró asustada, cogiéndose a la silla con tanta fuerza que se le rompió una uña de porcelana, mientras Arturo, con cara de cordero degollado...
Suena el teléfono y el comisario Rodriguez arranca el cable con gesto contundente. Por primera vez empieza a tener esperanzas de que el detenido le cuente cómo pasó todo y no está dispuesto a perder la ocasión. Ante la violencia de su gesto, Dorothy Glamour abre mucho los ojos y se echa hacia atrás en un gesto de defensa, pero el comisario frunce los labios como si fuera a dar un beso y le hace un gesto tranquilizador para que siga con su relato. Dorothy Glamour, animada por la expectación que cree despertar en el comisario, vuelve a recuperar su mirada altiva y desafiante y sigue.
—Se echó para atrás. Arturo, digo. Se echó para atrás alejándose de las luces, como si la oscuridad pudiera salvarle de mi rabia, ¿sabe usted? No sentí piedad..
Regocijándose en su propia historia, el detenido se remueve lánguidamente en su asiento y entrecierra los ojos como si viviera la situación otra vez. El comisario Rodriguez, cada vez más expectante, no pierde un ápice de sus movimientos y se pasa la lengua por los labios repetidamente al contemplar los labios rojos que Dorothy Glamour mueve con inigualable maestría.
—Sin pensármelo dos veces, eché mano de los bucles y los arranqué de cuajo, dejando a la pobre Chelo como una gallina desplumada. Trató de defenderse, pero la empujé con tal rabia que cayó al suelo con las piernas abiertas, ofreciendo a los presentes un espectáculo lamentable, pues aunque sus bragas eran de lencería fina, sus carnes no están ya para primeros planos. Todo fue tan rápido, que nadie tuvo tiempo de intervenir antes de que me abalanzara sobre Arturo quien, más acojonado que un cura pillado en la cama de su feligresa, suplicaba con voz quejumbrosa, ¡No me hagas daño, chati, no me hagas daño! Le estiré de los pelos, obligándole a inclinar la cabeza hacia atrás, le miré a los ojos con desprecio y con deseo y, apretándole las criadillas con fuerza, le lamí los labios y le dije mimosa, Quién te va a querer más que yo, desgraciado. El resto ya lo sabe usted, señor comisario. No sé qué mal pensamiento me hizo meter en el bolso la navaja de siete muelles que me regaló Arturo cuando estuvimos en Albacete.
El detenido fue condenado a veinticinco años por homicidio en primer grado y, aunque sólo cumplió la mitad de la condena por buen comportamiento, cuando salió en libertad su rostro envejecido y su cabello ralo y cano no le permitieron recuperar su aspecto de vampiresa divina. Nunca más la llamaron Dorothy Glamour.
Nadie lo lamentó más que el comisario Rodriguez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario